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El día que Chema –José María González Pérez (Guardo, 1956)– abrió su café, hace ahora 35 años, se publicó un anuncio en el periódico. Contenía ... una foto suya junto a la puerta del negocio, que ocupó el local de lo que antes fue «la confitería Logo». El recorte lo tiene enmarcado y lo guarda detrás del mostrador. En la imagen que acompaña este texto Chema tiene el marco en la mano. Está ante la misma puerta y el mismo establecimiento. Como para completar el ciclo. Porque el hostelero se jubila y este martes cerrará esa puerta. Al menos, por ahora. «Mi idea es venderlo o alquilarlo, pero, si lo alquilo, tiene que ser a alguien que merezca la pena, porque luego, si no se gestiona bien, me va a dar más pena», dice el hostelero, uno de esos rostros conocidos de la rutina santanderina con medio siglo de barra y cafés a las espaldas. «Algo triste sí que estoy, pero es necesario porque físicamente ya notas que no puedes hacer todo lo que te gustaría. Y eso a mí no me gusta».
Hijo de minero, llegó a Santander con doce años y con catorce ya estaba trabajando en la hostelería. «Empecé para Pedro, del Caballo Blanco –dice que fue su primer maestro–, y en el Caji». Pronto voló. «Con 17 o 18» tuvo el Centro Gallego con sus hermanos y, a los seis años, se 'independizó'. «En esa época espabilábamos rápido. Yo he trabajado siempre para mí». Se fue ya para una zona de la que no volvió a moverse. Junto a la iglesia de los Jesuitas. Cogió el antiguo Asubio y la último etapa la compaginó ya con el café al que puso su nombre. Y hasta hoy. El Chema, junto al templo. Pero también junto al Colegio de Arquitectos, muy cerca del Santa Clara, del Kostka, del Casyc... Referencias santanderinas en un esquinazo de clientela habitual.
De la «antigua usanza», habla casi en exclusiva de «trabajar y trabajar». «Yo he sido de estar siempre. De siete de la mañana a once de la noche». También de ser «serio» y de «abrir siempre a la hora». Y presume de haber llevado «uno de los pocos sitios donde los vecinos están encantados de tener un bar debajo de casa». El cariño se nota. «El 90% de los clientes son de todos los días. Mira, esos tres son profesores del Santa Clara, esos de allí son del...», va señalando mientras habla. «Al final esa clientela son todos amigos y eso que yo no soy un relaciones públicas». Porque hay timidez, también se nota. Y lo confirma una de las empleadas, que se acerca a preguntar cuándo se publicará el artículo. De eso también presume Chema, de equipo. «Me han venido ya de dos negocios interesados en la plantilla».
–¿Y anécdotas en estos años?
–Mira, la mejor anécdota es ver aún por aquí a chavales que venían cuando estaban en el instituto o que pasaron por la antigua Escuela de Peritos, que antes estaba aquí al lado, y que, treinta años después, ya con sus carreras hechas y con sus profesiones, siguen viniendo.
Y vuelve a lo de «trabajar». Eso para él fueron las crisis. «Las pasé a base de eso. A un autónomo no le queda otra. Para ganar dos euros, doce horas. Esa ha sido mi fórmula. Y la profesión no ha cambiado mucho. Ser serio y ofrecer calidad. En este lugar, si quieres trabajar, hay trabajo todo el año. Incluso ahora, con lo del coronavirus y el cierre, cuando pude abrir trabajé bien porque tenía una terraza buena. Los márgenes comerciales son menores que entonces. Eso es así. Pero lo demás es lo mismo». Y eso es lo que tiene previsto para este martes. Trabajar. Hasta el último día.
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