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Lunes, 29 de febrero 2016, 07:46
Seguro que habrán visto más de una vez fotografías de faros a punto de ser engullidos por enormes olas. Son imágenes que alumbraron hace unos años un nuevo género fotográfico, el de los paisajes de tempestades marinas. El poderío sin límites que se adivina en ... esas moles de agua enfurecidas que sobrepasan todo lo que se pone a su alcance ejerce un efecto hipnótico que atrapa todas las miradas. Casi todas las fotografías de faros asediados por las olas están tomadas en el mar de Iroise, una pequeña parcela del Atlántico que se extiende a los pies de la Bretaña francesa.
El litoral bretón es el equivalente de nuestros vecinos del norte a la Costa de la Muerte gallega: además de tener su propio Finisterre, una península que se llama la Punta de Raz, la línea de costa está salpicada de arrecifes y adornada por espectaculares acantilados. Dada su configuración, una proa que se adentra en el océano, la recorren formidables corrientes marinas que se vuelven aún más temibles por efecto de los continuos temporales del noroeste. El tramo, en fin, reúne todas las condiciones para que navegar por sus aguas sea un infierno.
Bretaña es la región francesa que acumula mayor número de naufragios. Es también la que suma más faros -84- debido al endemoniado perfil de su costa. A los fareros, que siempre han sido gente especial, no les hacía mucha gracia el destino: el Finisterre francés es parada obligada para las grandes borrascas y además había torres tan aisladas que les hacían estar incomunicados durante largos periodos. Los fareros bretones tenían hasta su propia clasificación: había faros paraíso (los que estaban en tierra firme), faros purgatorio (los ubicados en islas) y faros infierno (los que se erigen directamente sobre el mar).
El de Tevennec está a caballo entre las dos últimas categorías porque se alza sobre un peñasco de dimensiones tan reducidas que ni siquiera alcanza el rango de isla. Antes de que se levantase el faro, el promontorio se había ganado fama de lugar maldito debido a la multitud de barcos que se habían ido a pique al chocar contra sus arrecifes. Una leyenda hablaba de un náufrago que se salvó de una terrible tempestad y que permaneció cuatro días pidiendo ayuda a gritos sin que nadie se atreviese a ir a recogerlo debido a la furia de las olas. Cuando el mar se calmó, encontraron su cadáver y desde entonces se dice que las noches de tormenta aún es posible escuchar sus aullidos.
La reputación de Tevennec no mejoró cuando en 1875 empezó a funcionar el faro que se construyó en el peñasco. El aislamiento y los frecuentes temporales hicieron que todos los fareros rechazasen el destino: en un plazo de 35 años se contabilizaron 23 renuncias, algo del todo inédito en los anales del servicio de vigilancia marítima. Algunos de los que se resistieron a estar más tiempo en Tevennec dejaron constancia de que preferían la cárcel a la «tortura mental» que comportaba vivir allí.
Angustia en la oscuridad
Aunque el faro se levanta 14 metros sobre el nivel del mar, la altura no es en absoluto garantía de inmunidad. En el último temporal que azotó la costa atlántica hace un par de semanas se midieron olas de hasta quince metros frente al litoral bretón. No cuesta mucho hacerse a la idea de la angustia que debía apoderarse del ánimo de los fareros cuando escuchaban en medio de una oscuridad total el estruendo de las olas abatiéndose una y otra vez sobre el torreón temiendo que la siguiente pudiera ser la última.
No tardó en correr la voz de que todos los fareros de Tevennec terminaban medio locos debido a la maldición que pendía sobre el peñasco. A la administración marítima no le quedó más remedio que automatizar la linterna y a partir de 1910 nadie volvió a pasar allí una noche. Por eso ha suscitado tanta expectación el proyecto del presidente de la Sociedad de Faros y Balizas de Francia, Marc Pointud, de trasladarse a vivir a Tevennec durante 60 días con el fin de llamar la atención sobre el deterioro de los faros.
Pointud, que ha navegado mucho, no teme ni a la soledad ni a las tempestades aunque sabe que no va a ser fácil. «Voy a vivir como los primeros fareros, sin agua y sin electricidad, aunque al menos yo tendré la posibilidad de comunicarme con el exterior si hay una urgencia, algo que ellos no podían hacer». El inquilino de Tevennec, que dará comienzo su aventura el día 27, tendrá también otra ventaja: hace unos años unos submarinistas descubrieron que los supuestos aullidos que los antiguos fareros atribuían a los espíritus de los ahogados se deben en realidad al aire que sale a presión de un sifón empujado por las olas cuando el mar se enfurece de verdad.
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