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sergio garcía
Lunes, 22 de agosto 2016, 21:53
Dicen que la primera impresión es la que vale, pero me van a permitir que me quede con la última, la del avión despegando de Teherán rumbo a París. Cinco minutos después de que el comandante recoja el tren de aterrizaje, una larga cola de ... mujeres iraníes espera turno para entrar en el lavabo, quitarse el hiyab, soltarse el pelo y maquillarse como si el príncipe de Cenicienta acabara de sacar de su equipaje de mano el zapato de cristal. Este episodio ilustra como pocos las contradicciones de un país moderno, dotado de unas infraestructuras con las que la mayoría de sus vecinos no se atreven ni a soñar, con una economía emergente aunque la tasa de paro sea del 22,7% entre los menores de 25 años y unos recursos naturales que son la envidia del mundo entero (sólo con sus reservas de gas bastaría para abastecer a todo el planeta durante décadas). Un país donde, sin embargo, la mitad de la población no puede sacarse el pasaporte ni abrir un negocio si no es con el permiso del marido, enseñar en la universidad si no está casada, retener la custodia del hijo en caso de divorcio o acudir a un estadio de fútbol a animar a su equipo. Por no hablar de los sueldos, hasta cinco veces inferiores de media a los que percibe un hombre, según datos de Naciones Unidas.
La verdad es que Irán reducto chií por excelencia tiene la capacidad de sorprender desde el minuto 0, aunque sólo sea porque uno no tarda en poner en entredicho el estigma con que carga desde los tiempos de la revolución que expulsó al sha, impuso el régimen de los ayatolás y, muy importante, nacionalizó los recursos petrolíferos que hasta la fecha y durante décadas habían explotado ingleses y norteamericanos. Y no es, por supuesto, por las bondades de una república islámica conducida por clérigos que todavía no ha abolido la lapidación de mujeres por adulterio aunque deje en manos del juez si ejecuta o no la sentencia, ni por el control obsesivo del Gobierno de velar por el decoro de su población femenina, a quien los guardianes de la revolución no dudan en 'invitar', vara en ristre, a cubrir ese mechón de pelón rebelde que asoma para alegría de los impíos.
Si ese alguien acepta mirar más allá de la etiqueta 'Eje del Mal' con que han bautizado a esta región es porque, pese a todo lo dicho antes, cuesta encontrar un país más hospitalario con los extranjeros que éste, cuna de civilizaciones, de gente educada y culta. Un pueblo orgulloso que rechaza la denominación de 'árabe' con que los occidentales tienden a calificar todo lo que hay más allá del Bósforo y reclama para sí la de 'persa', que luce como si se tratara de un título nobiliario. Y es en este escenario, trenzado con mimbres tan cabales, donde el viajero tropieza con una realidad que es cuando menos desconcertante y que se manifiesta como un sopapo cuando sube al metro o al autobús por la puerta equivocada. Allí descubre que es el único hombre en un mar de chadors, la pieza de tela negra que envuelve a las mujeres hasta los pies dejando al descubierto sólo un rostro que observa al intruso con una mezcla de pánico e indignación. Una sensación que no hace sino empeorar si uno comete la torpeza de estrechar la mano de la recepcionista del hotel o de cualquier fémina que se apiade de ti cuando eres incapaz de hallar la salida del bazar.
Matrimonios exprés
Pero las sorpresas no acaban ahí. La población iraní está regida por figuras jurídicas que contrastan con lo que se espera de una sociedad que castiga con dureza el adulterio o las relaciones extramatrimoniales y que sólo consiente la poligamia a los hombres, que pueden tener hasta cuatro esposas siempre y cuando las puedan mantener. Tomemos como ejemplo el 'sigheh', un contrato matrimonial que puede durar desde unas horas hasta toda la vida, y al que no le faltan detractores, que ven en él una forma encubierta de prostitución. Las autoridades sorpresa, recordemos que estamos en una teocracia aplauden la medida, que tiene su precedente más próximo en aquellos jóvenes imberbes que marchaban a la guerra contra Irak y que no podía permitirse que muriesen «sin haber conocido mujer». Hoy, la institución no goza de tan buena salud, pese a los esfuerzos del Gobierno por sacar adelante el llamado Plan de Excelencia Familiar, que busca potenciar las uniones entre jóvenes para tener hijos. Ellas, sobre todo las universitarias, no quieren ni oír hablar de una práctica que les resta puntos de cara a futuros pretendientes, y el resto lo hace acuciado por el desempleo y los salarios bajísimos, lo que complica sobremanera lanzarse a la aventura. Con este panorama, abundan las uniones clandestinas y las clínicas que practican reconstrucciones del himen viven una época dorada.
Otra costumbre difícil de digerir recogida, incluso, en el Código Civil de la República Islámica de Irán es la de poder casarse con niñas de hasta 9 años, con las consecuencias físicas y psicológicas que esto representa. Seis años antes de tener derecho al voto (así es, aquí se puede ir a las urnas con 15 años, otro plusmarca mundial). No en vano, el profeta Mahoma conoció a su esposa Aisha y consumó sexualmente el matrimonio cuando ella tenía esa edad y él, 52.. Son uniones concertadas entre familias, donde la pequeña no tiene voz ni voto, condenadas muchas veces a un divorcio deshonroso.
Reformas con cuentagotas
En este contexto, cualquier soplo de aire fresco es como un bálsamo. Y es cierto que algo se mueve. Se ven parejas cogidas de la mano por la calle, algo impensable hace sólo unos años;o esos mechones al viento que tantos disgustos han traído parecen ganarle la batalla al velo centímetro a centímetro. Surgen también iniciativas valientes como 'My Stealthy Freedom', que divulga imágenes de maridos luciendo ellos el hiyab en signo de protesta por la imposición que pesa por ley sobre sus mujeres; o fotos de estas, luciendo melena al viento en lugares emblemáticos aunque, eso sí, desiertos. Por no hablar del cine, con autores como Panahandeh y Panahi que abordan temas tan espinosos como la custodia de los hijos ('Nahid'), el acceso de la mujer a los estadios ('Fuera de juego') o la progresiva incorporación de ellas a profesiones tradicionalmente restringidas a ellos, como la de taxista ('Diez'), del recientemente desaparecido Kiarostami. Eso en el día a día, porque las reiteradas promesas del presidente Hassan Rouhani de reformismo se quedan en agua de borrajas cada vez que una mujer sufre un ataque con ácido o con arma blanca a manos de un novio despechado y el juez no actúa contra él con todo el peso de la ley. Dos varas de medir, dos realidades separadas por un velo que a menudo parece de cemento.
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