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josé antonio guerrero
Lunes, 2 de enero 2017, 09:23
Alexánder Griboyédov fue un soberbio pianista, compositor, poeta y dramaturgo ruso del siglo XIX. A este rosario de aptitudes musicales y literarias sumó ese otro arte de la diplomacia como embajador de Rusia en el Teherán del sha de Persia. Griboyédov fue también un hombre valiente. En febrero de 1829 abrió las puertas de su embajada a varias mujeres armenias que solicitaban refugio tras huir del harén real. El gesto desató la furia de los fanáticos religiosos, que asaltaron la legación rusa, asesinando a todo el que encontraban en su camino. La violenta turba fue especialmente brutal con el joven diplomático, al que arrastraron durante tres días por las calles. Sólo pudo ser identificado por una mano desfigurada. Tenía 34 años y se acababa de casar. El dramaturgo fue el primer embajador ruso muerto en acto de servicio, una siniestra lista a la que el pasado 19 de diciembre se sumó Andréi Kárlov, representante oficial de Rusia en Turquía, asesinado a tiros por la espalda cuando inauguraba una exposición en Ankara. La fotografía del momento del crimen ha dado la vuelta al mundo.
España tiene también su lista de mártires. Embajadores, cónsules y funcionarios que perdieron la vida mientras desempeñaban sus funciones lejos de casa. La de diplomático no siempre es esa profesión de oropel, cócteles y Ferrero Rocher que nos han pintado. Cierto es que la vida del embajador puede discurrir entre tapices y mármoles de Carrara, pero también hay avisperos, ciudades donde el riesgo de atentando es permanente o donde la inseguridad callejera te puede jugar una mala pasada en un rutinario desplazamiento al aeropuerto. Del centenar de embajadas españolas por el mundo, las más calientes son las de Damasco, Beirut, Bagdad, Islamabad, Jartum, Bamako, Kinsasa, Harare, Abuya... y Puerto Príncipe, «que tampoco es ningún regalo», desliza una fuente diplomática.
Lo de matar al mensajero ha sido una constante desde la más remota antigüedad. Ya en el siglo XI, el embajador enviado por Alfonso VI de León a la corte del famoso Al-Mutamid, rey de la taifa de Sevilla, fue crucificado en el acto al no agradarle el mensaje que portaba del monarca castellano. Y eso que Al-Mutamid era un refinado poeta que había convertido su reinado en «un oasis de cultura y placer», según describen los historiadores. Mucho antes, en tiempos del Imperio Romano, Numancia ejecutó a su propio embajador, Avaro, al comprobar las nulas concesiones que había conseguido obtener de Escipión en el asedio a la ciudad. De nada les sirvió gozar del blindaje inherente a su propio estatus diplomático.
Guatemala, Líbano...
La teoría dice que, aun en tiempos de guerra, a los diplomáticos se les considera inviolables. Hoy, además, están protegidos por las leyes emanadas del derecho internacional público. Pero incluso los más férreos acuerdos sufren grietas que se han llevado por delante vidas como la del embajador español en Líbano Pedro de Arístegui, fallecido en abril de 1989 en un atroz bombardeo que asoló Beirut. Aquel proyectil, de procedencia soviética, fue lanzado por las tropas sirias, aunque nunca quedó claro si hubo intencionalidad de atacar la legación española, pues entre aquel día, 16 de abril, y el siguiente se lanzaron 30.000 bombas sobre la ciudad.
El nombre del guipuzcoano Arístegui ocupa un lugar preferente en la llamada Escalera de la muerte del Palacio de Santa Cruz, sede del Ministerio de Asuntos Exteriores, en pleno centro de Madrid. Así es como los diplomáticos y el personal del ministerio conocen esa veintena de peldaños que conducen desde el portón de la entrada principal a la primera planta, donde se ubica el despacho del ministro. Recibe esta penosa denominación por las losas de granito que, como una suerte de soldados de piedra, escoltan la escalera con los nombres tallados de los diplomáticos españoles caídos en el ejercicio de sus funciones. Pedro de Arístegui, el de mayor rango diplomático, ocupa en solitario una de las ocho placas, donde aparecen inscritos otros 28 nombres, incluyendo una genérica que mandó instalar el exministro Miguel Ángel Moratinos y que rinde homenaje a cooperantes españoles y personal no diplomático muertos en las mismas circunstancias.
También ocupa un lugar de honor el zamorano Jaime Ruiz del Árbol, primer secretario de la embajada española en Guatemala, que murió en el brutal asalto y quema de la cancillería realizado por la Policía guatemalteca el 31 de enero de 1980 para detener a un grupo de campesinos indígenas que habían ocupado la legación en protesta por las matanzas que se perpetraban en Quiché.
Salvador Blasco López, muerto en Belgrado en 1988; Orencio Millaruelo Clemente, asesinado en Manila en 1956; Manuel Allendesalazar y Travesedo, al que mataron en 1948 en la voladura del hotel Semiramis de Jerusalén; Ignacio de Oyarzábal, caído en plena II Guerra Mundial en Vienne, Francia; y José Gallostra y Coello de Portugal, fallecido en México en 1950, son otros de los diplomáticos que dan sentido a esa escalera.
Por cierto, y por acabar como empezamos, cuando el lunes 19 de diciembre informaron del asesinato de su embajador en Turquía a Putin, el presidente ruso se disponía a asistir a la reapertura del teatro Mali de Moscú, donde se iba a representar la comedia El mal de la razón, la obra cumbre de Griboyédov. La noticia le obligó a cambiar de planes.
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