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álvaro soto
Jueves, 2 de febrero 2017, 07:13
Qué siente un francotirador cuando mata? Kevin Lacz permanece en silencio un par de segundos y esboza una sonrisa antes de responder. "Solo el retroceso del arma". ¿Ninguna emoción, pese a acabar con una vida humana? "Cuando comprendes lo malas que son estas ... personas, no hay lugar para las emociones ni para las dudas. Un terrorista es un consumidor de aire. Nada más".
Kevin Lacz es un SEAL, un miembro del cuerpo de élite de la Marina de los Estados Unidos, y durante 2006 sirvió en Irak. El verano de ese año, probablemente el peor de la guerra, lo pasó en la ciudad de Ramadi, uno de los focos de la insurgencia. Su atalaya era una torre de seguridad, con el ojo derecho puesto en la mirilla de su MK11, un fusil semiautomático de ocho kilos y un calibre de 7.62 milímetros con la calavera de The Punisher (Los castigadores, como se llamaba el grupo) grabada en la culata. La vida y la muerte era todo lo que veía a través de ese círculo. Lacz, un armario de cien kilos de puro músculo, se considera El último francotirador; así se llama el libro (Editorial Crítica, 19,90 euros) que presentó ayer en Madrid, en el que relata sus experiencias en el frente de guerra.
la leyenda
Chris Kale es un personaje imprescindible para entender el interés que la figura del francotirador ha desatado en los últimos años. La Leyenda, como le llamaban sus compañeros, mató en Irak a 150 personas, según confirmó el Pentágono (las muertes podrían ser más). Él mismo escribió su biografía (American Sniper), llevada al cine por Clint Eastwood con Bradley Cooper como actor principal, Sienna Miller, en el papel de Tata, la esposa de Kale, y el propio Kevin Lacz interpretándose a sí mismo como su compañero inseparable. "Mi amigo Kale sigue inspirando a muchos jóvenes que se apuntan al Ejército. Ahora hay gente que pone en duda sus méritos, que cuestiona sus medallas. Eso no se lo decían cuando vivía", se lamenta Lacz. Kale murió el 2 de febrero de 2013. Eddie Ray Routh, un veterano que sufría esquizofrenia y al que Kale ayudaba a reintegrarse a la vida civil, lo asesinó a tiros sin motivo aparente. Tenía 38 años.
Igual que a centenares de jóvenes como él, el 11-S fue la "fuerza motora" que empujó a Kevin Lacz (Meriden, Connecticut, 1981) a alistarse en el Ejército. "El padre de un amigo murió en las Torres Gemelas. Sentí rabia", explica. Estaba en la universidad, pero no era un buen estudiante, y vio que su camino podía estar en las Fuerzas Armadas.
Pero Lacz, apodado por sus compañeros como Dauber, no quería ser carne de cañón en la infantería. Aspiraba a "llevar la guerra al corazón del enemigo". Soñaba con convertirse en un SEAL, el cuerpo que se encarga de las misiones más arriesgadas en las zonas más peligrosas. Pero para lograrlo, debía superar un proceso de selección tremendo que en el Ejército americano llaman La Semana Infernal. "En cinco días dormimos cuatro horas en total. Empezamos cien hombres y acabamos 39. Este entrenamiento es una experiencia que no se parece a nada de lo que te puede ocurrir en la vida", recuerda. Pero era la puerta que había que traspasar si uno quería pertenecer a los SEAL. Lacz lo consiguió: Irak estaba más cerca.
Los francotiradores existen desde que existen las armas de fuego. El estadounidense Timothy Murphy mató en la batalla de Saratoga en 1777 al general británico Simon Fraser disparándole desde 400 metros de distancia. A Murphy se le considera el primer francotirador y desde ahí, casi todos los ejércitos contaron con un cuerpo como este, destinado a objetivos especiales. También las guerrillas se aprovecharon de su poder. Un paco, según la RAE, era "un moro que, aislado y escondido, disparaba sobre los soldados" en las posesiones españolas de África. Curiosamente, Estados Unidos tardó mucho tiempo en aceptar esta forma de matar. Durante casi 200 años, el Ejército más potente del mundo no formó a francotiradores porque consideraba esta táctica de guerra "impropia de caballeros". Las cosas comenzaron a cambiar en la guerra de Vietnam. "Aunque en Estados Unidos nuestra formación específica no tiene más de cincuenta años de historia, no se ha tardado mucho en alcanzar un gran nivel", cuenta Lacz.
"A mucha gente no le gusta la palabra francotirador, pero yo lo he sido, he matado a muchos terroristas, y no pido perdón", se sincera sin atisbo de remordimiento. Un francotirador "puede generar un cambio dramático en el campo de batalla, lleva el miedo al corazón de los terroristas y el efecto que causa sobre ellos es extraordinario", continúa. "Yo hice un trabajo que considero que era muy necesario. Tenía que asegurar rutas por las que pasaban víveres y ayuda humanitaria". ¿A cuánta gente mató? "Más de diez y menos que Chris Kale", responde, sin entrar en detalles. "Que haya matado a una persona o a un millón, eso da igual. Hay gente que cuenta a quienes mata por una cuestión de ego. No es mi caso".
La guerra de Yugoslavia disparó la leyenda negra de los francotiradores. Sin ir más lejos, el Bulevar Mese Selimovica de Sarajevo pasó a ser conocido como la Avenida de los Francotiradores. Los serbios hicieron estragos. Antes, la película Enemigo a las puertas convirtió en heroica la lucha (real, pero exagerada en la cinta) entre un modesto cazador de Los Urales, Vasili Záitsev, y el mayor alemán Erwin Konig en la batalla de Stalingrado.
En el conflicto de Irak, a juicio de Lacz, no hay grises: los americanos y las fuerzas de la coalición eran los buenos; los yihadistas, la encarnación del diablo. "Nunca he visto un enemigo tan malvado. Allí está la peor gente del mundo. Utilizan mujeres y niños como escudos humanos. Ellos saben que, actuando de esta manera, tienen ventaja, y pese al daño que causan a inocentes, no renuncian a hacerlo, y seguirán haciéndolo. Siento un asco profundo por las atrocidades que cometen los terroristas". "Nosotros hemos salvado muchas vidas inocentes", insiste.
Bromas macabras
Pero no todo era tan bonito en las tropas americanas. El libro habla de cómo el alcohol corría entre los soldados y un aspecto que incomodará a cualquier lector con corazón: el humor negro que rodeaba todo lo que hacían estos militares de élite. Estaban las bromas que se gastaban entre ellos, no siempre de buen gusto, pero sobre todo, las que hacían sobre las víctimas. "El humor negro refuerza los vínculos entre nuestros equipos, nos reímos entre nosotros para quitarle hierro a situaciones tan emocionalmente intensas". Pero reírse de que un disparo en la cara "ha dejado más guapo" a quien lo ha recibido o burlarse de la flatulencia de un cadáver no parece aceptable. "No siento remodimiento, no estoy arrepentido. Eran terroristas, seres despreciables". ¿También era un terrorista el anciano al que un compañero suyo disparó por llevar una carretilla y una pala? "Es difícil entender para el resto de la gente que esa persona, dentro de cuatro horas, podía haber cavado un agujero para poner una bomba".
Lacz sabe que el suyo no era un trabajo cualquiera, pero recuerda que los pistoleros de los ejércitos, en tiempos de guerra, deben cumplir unas normas. "Siempre hay que comprobar que el objetivo está en una acción hostil o tiene una intención hostil. Todo está dentro de esas reglas, pero en los casos en los que disparé, nunca tuve dudas", enfatiza el soldado. "Solo sentí miedo una vez", sigue; "cuando mataron a mi compañero Marc Lee. Al enterrarlo, reflexioné sobre lo que había pasado. Él tenía mi edad y me sentí vulnerable. Y pese a todo, creía que estábamos haciendo las cosas bien".
La visión de Lacz es completamente americana, de eso no hay duda, y eso también se nota en sus opiniones políticas. "Los americanos no son tan ignorantes como se cree en otros países. Han votado a Trump porque saben que con Obama se ha degradado la seguridad en países como Siria o Libia, allí no ha habido un plan. Tampoco en Irak, que es un país tan inestable como lo era en 2003". Y añade: "América y sus aliados han sido demasiado complacientes con lo que estaba sucediendo en la región. Trump va a golpear duro al Estado Islámico".
Tras la guerra, Kevin Lacz fue condecorado con una Estrella de Bronce al valor, dos medallas de Encomio de la Armada y del Cuerpo de Marina y otras distinciones por sus méritos en el combate. Ahora reside en Pensacola (Florida) y dirige, junto a Lindsey, su mujer y madre de sus dos hijos, una organización llamada Hunting for Healing (Cazar para sanar) que trabaja para la integración de los veteranos de guerra en la vida civil a través de la caza y la pesca.
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