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ricardo fernández
Domingo, 17 de diciembre 2017, 09:54
La memoria es un deber; sin recordar lo malo que pasó, olvidaremos lo bueno por pasar. Eso me lo contaron libros como 'Territorio Comanche', 'Un día más con vida' o 'Guerrillas' durante la adolescencia. Corría 1999, como la pólvora, e internet era un lujo reservado al aula de informática que ese día me permitió ver el video de unos cómicos llamados 'Yes Men'. En él se hacían pasar por altos ejecutivos de la multinacional Dow Chemical, hasta el punto de colarse en directo en las noticas de la BBC y fingir una declaración de culpas, prometiendo indemnizaciones justas para las victimas, y el inicio de labores de limpieza en la ciudad de Bhopal. La empresa tardó mucho menos en desmentir las promesas que yo en olvidarlas.
Se cumple el aniversario de la tragedia. Cogemos las mochilas, las ganas y las amebas para viajar hasta Bhopal, decididos a palpar con los dedos una historia olvidada e inolvidable. Nuestro contacto es Jay Prakash Nagar, quién lleva años en el frente activista; por ello ha sido acosada y amenazada, según revelaron los informes del grupo Stratford filtrados por Wikileaks; en ellos se muestra cómo Dow Chemical pago a Stratford por investigar a manifestantes como ella. Pero escuchándola yo diría que nada de esto la achanta, más bien al contrario, la motiva a persistir; y aunque tiene que salir hoy mismo para Mumbai, nos deja claro con quién hablar y sobre todo, con quién escuchar.
En lo que mueren dos moscas por embolia tras caer en un té con la leche cortada, llega y nos recoge Pashir, conductor de tuk-tuk y a partir de ahora fiel aliado; aunque dado su nivel de inglés, sería más fácil comunicarnos con un mechero. Es un joven de paradójica barba canosa, a juego con el cigarrillo que nunca deja caer de su boca. Pisa el acelerador camino de la planta química donde se produjo el accidente. Está cerrado. Está prohíbido. Está maravilloso saltar la tapia y encontrarnos un limbo de cabras pastando su tristeza en un prado sin verde.
Pintadas macabras claman justicia en los muros. Torres muertas tras la maleza, vamos allá. Pashir grita: «¡No! ¡Ahí no se puede entrar!», pero ya es tarde, estamos unos 100 metros por delante de él y sin ninguna pinta de querer retroceder. Se angustia como un perro labrador subiendo hasta la cima de un rescate; también se resigna, saca su instinto protector y corre hasta adelantarnos para ejercer de guía entre los matorrales. El sendero acaba frente a las cisternas de gas. Estampa heladora, pelos de punta, nuez obstruida en el lugar del crimen. Las instalaciones se dejan matar en soledad, buscando coherencia con el depresivo ambiente que enrarece todo en este cementerio industrial de tuberías y corroídos tanques sin respiración. Recorremos cada pasillo, escalera y conducto, apartando el óxido hacia los lados, cayendo rampas tras de nos, sujetando los fierros con la mirada. Bhopal, el otro Chernobyl; calladito, sin espacio en los informativos, sin niños adoptados, y sin una guerra fría que supiese convertir la propaganda en solidaridad.
«¡Fuera! ¡Fuera de aquí!», un guardia trota hacia nosotros con la violencia de su sobrepeso. Lleva mucha pistola, de la buena, pero no da miedo del malo. No habla, grita de forma intimidatoria, dice que está prohibidísimo entrar en la central, quiere nuestras cámaras de fotos, al menos las tarjetas; le pedimos calma, pero no tiene ninguna que darnos, explicamos que somos simples turistas, que todo está bien, que ya nos vamos, y él nos entiende como si hablaramos en protolenguaje celtibérico. Antes de llegar ninguna policía, Pashir ya ha arrancado nuestro carrito para la fuga.
Pues sí, el hermetismo encaja con las expectativas. Alguien no quiere que miremos lo que debe ser visto. Por eso todos los documentales que encontramos sobre el tema incluyen videos de pésima calidad, forzando al máximo el zoom del objetivo. No es una central nuclear, y no hay riesgo de contaminación atmosférica, ya no; pero sí hay riesgo de recordatorio informativo, y tanto Dow Chemical como el Gobierno indio prefieren sepultar la historia y camuflar su impunidad. No es un sitio agradable, los que no murieron aquí, sobrevivieron viendo morir al resto. Cuesta sonreír. Cada cúmulo en el cielo recuerda las lágrimas derramadas. Bhopal es la postal del mundo que compraría un extraterrestre para mandar a su familia: hambre evitable, tristeza, corporaciones hipnotizando nuestro sentido de la ética, políticos conduciendo por curvas peligrosas sin cinturón, ni freno, ni airbag. Y gente criticando a las corporaciones y a los políticos mientras, móvil en mano, cambian de vídeo en YouTube.
Buscamos respuestas en el barrio de Fiordus Nagar, suburbio de chabolas donde malviven miles de familias. Allí está Harazbi, con la fuerza de un tornado en celo, y especializada en no decir una palabra más baja que otra: «Hace mucho tiempo que no recibimos visitas de extranjeros interesados en saber lo que pasó» -advierte, mientras se aglutina la gente a nuestro alrededor-. Hazrabi tiene 57 años y aparenta 75, aunque la diastema de sus paletos separados infantiliza un poco su expresión hasta el punto de no tener ni idea de cómo relacionar su edad con su aspecto. Lo innegable es la honestidad de sus ojos, cuesta apartar la mirada, aunque los camufla maravillosamente tras sus gafas de pasta, antiguas, gigantes, de las que te confieren cierto cariz intelectual seas quién seas.
Habla claro, sin pausa y apenas permite intervenir a sus compañeras, quienes en silencio asienten tras sus palabras. «Han pasado 30 años, y aún no hemos recibido las indemnizaciones prometidas, ¡30 años esperando!» - recalca su indignación con el movimiento de sus manos– «30 años viendo a los responsables en televisión, libres, impunés, millonarios».
Cada 3 de diciembre se celebra el 'Día Mundial del No Uso de Plaguicidas'. No es coincidencia. La madrugada del 2 al 3 de Diciembre de 1984 la población de Bhopal descansaba después de una noche muy especial: «Ese día se celebró un encuentro de poetas en el que participaron jóvenes de toda la región, ya sabes, uno de esos eventos para fomentar la cultura local», relata Harazbi. «La mayoría dormía, bien tapada, claro, pues era la estación fría. Y entonces ocurrió todo, muy rápido, sin tiempo para nada» –Harazbi se quita y se pone las gafas compulsivamente para enfatizar el discurso, y remueve su sari color vino tinto para espantar las moscas.
El 3 de diciembre fue declarado Día Mundial del No Uso de Plaguicidas, después de que en 1984 explotara la planta de Union Carbide en Bophal (India), liberando cianatos que causaron la muerte de tres mil personas en solo tres días y 16 mil víctimas al final del “accidente”.
La conmemoración busca llamar la atención y reflexionar sobre el rumbo de la agricultura de monocultivos con uso intensivo de agrotóxicos, que muestra una creciente contaminación y daño ambiental y causa graves desequilibrios en los ecosistemas.
Cientos de agrotóxicos han sido retirados del mercado mundial al confirmarse su peligrosidad para el ambiente y el ser humano.
«Estaba en casa, con mis padres, durmiendo todos juntos en la misma estancia, cuando apareció el gas» - interrumpe Nasreen, que tenía 5 años cuando sucedió. El isocianato de metilo, una de las sustancias más tóxicas del planeta, provenía de la fábrica de pesticidas cuya propiedad compartían la empresa norteamericana Unión Carbide y el Gobierno indio. «Me desperté sintiendo un picor muy intenso, notando polvo irritante por todo el cuerpo. Intenté abrir los ojos pero no pude, el aire quemaba como brasas», Nasreen tiene la cabeza en forma de avellana bonita; su tono es trágico, demoledor.
Sin haberse esclarecido aún los motivos del desastre, informes periciales muestran que hubo negligencias en al menos seis de las medidas de seguridad diseñadas para prevenir escapes. No funcionaron, o fueron desconectadas, o resultaron inadecuadas, o un poquito de cada cosa. 40 toneladas de gas letal fugándose por las fisuras de la central, la muerte invisible. El gas, de mayor densidad que el aire, se descompuso al contactar con la atmósfera, formando una nube letal que recorrió a ras de suelo toda la ciudad y sus alreadedores. «¡8.000 muertos en una sola noche!», ruge Naovab, mayor, 70 años, mirada cansada de no pararse nunca a descansar. «Muchos murieron de asfixia inmediatamente, ahí, en sus camas, entre sus sueños. A muchas los gases les quemaron los ojos y las vías respiratorias; y otras, como mi sobrino y su mujer, murieron en el coche conduciendo a tientas, desesperados por huir del caos». Agonía, Saramago y su ensayo sobre la ceguera, la realidad, siempre capaz de follarse lo más increíble de la ficción y dejarnos temblando.
Esa madrugada la tragedia no había hecho más que comenzar. «Otras 12.000 personas fallecieron la siguiente semana. 150.000 quedaron permanentemente discapacitadas, mutiladas o con enfermedades crónicas», concluye Naovab, con la voz temblorosa de quién esa noche perdió a su mujer y a dos de sus hijos. Se estima que más de 600.000 personas resultaron afectadas. Todo Málaga. Inimaginable. «La mayoría de las víctimas eran personas muy pobres, gente analfabeta y sin recursos, como nosotras», apunta Harazbi. Miles de cabezas de ganado, principal fuente de sustento para la gente de Bhopal, murieron esa noche. Los girasoles dejaron de girar. El agua no refrescó más al sediento. La vida probó a ser muerte y lo logró, convirtiendo cada inspiración en arma de destrucción masiva. Peor que perder mucho es tener muy poco y perderlo todo.
La multinacional Union Carbide abandonó la fábrica como huye un niño tras romper un jarrón, dejando atrás una ingente cantidad de tóxicos en la tierra y el agua. «Mucha gente continúa sufriendo; unos quedaron ciegos, otros no pueden andar, y muchas mujeres no pudimos tener hijos nunca más. Mi marido me abandonó, ya no le era útil», Namen tiene 52 años y está sola; no es la única en este barrio lleno de mujeres repudiadas. La ONG Bhopal Trust es su único respaldo en esta sociedad conservadora y patriarcal que señala la infertilidad como delito de honor. No hablo de la sociedad india. Hablo de toda sociedad.
Las sopresas acabaron ahí. El resto ya no sorprende a nadie: Union Carbide, al estilo Pilatos, lavó sus manos e imputó toda responsabilidad a su filial india. La filial miró hacia ese otro lado donde se encontraba el Gobierno de India, asustado, arrinconado, y probablemente, sobornado; este no supo hacer otra cosa que mandar el asunto a los EEUU. Y puedes llevar a la lavandería esa alfombra sobre la que vomitaste ayer, pero no esperes que tus padres ni tu conciencia olviden cómo measte en el jarrón. «El gobierno de India es tan culpable como Union Carbide, ¡claro! Es quien permite que esta y otras compañías se lucren sin preocuparse de lo que hacen. Son políticos, no les importa la gente», Nasreen siempre da golpes en el suelo mientras habla, y a veces cuando calla.
Deslocalizar empresas a países empobrecidos, exportar obligaciones para importar beneficios. Bello capitalismo de mano invisible, transparente como el gas.
Un año después, en 1985, el presidente de Union Carbide, Warren Anderson, visitó la planta y fue arrestado por las autoridades indias. Teatro. Warren pagó 1.672 euros y abandonó el país con la facilidad que solo un rico puede costearse. Lo tuyo es puro teatro, cantaba La Lupe. En 1989 el Gobierno indio alcanzó un acuerdo extrajudicial con la compañía, valorando la indemnización en 470 millones de dólares. «Eso son unos 400 dólares por víctima –Harazbi revela el irrisorio precio de una vida en India- Pero muchas aún no han recibido ningún tipo de compensación».
«Construyeron un hospital, pero es muy caro, y necesitas tener la tarjeta de afectado» - salta Naovab- «Y no conceden tarjetas a las personas nacidas después de 1982», explica locuaz, aunque sus pupilas lanzan cierta locura de hastío. «Yo por ejemplo nací en el 84, y llevo años con problemas de piel por el agua contaminada, ¿qué ocurre conmigo? ¿quién me atiende?», interpela Nasreen, cuyos sobrinos sufren malformaciones desde la gestación.
Para las viudas construyeron 2.000 casas. «Algunas no fueron terminadas y otras fueron mal repartidas, pero ninguna tiene agua ni luz. Las compensaciones nunca seran suficientes para cubrir el daño que nos han hecho», remata Harazbi.
En 1999 Union Carbide anunció su fusión con Dow Chemical, pero con todo el trajín de traspasar los activos, olvido contraer sus obligaciones. La multinacional factura anualmente 24.000 millones de dólares y probablemente el mando de la tele de mis padres funciona con dos de sus pilas Energizer. Da igual, no le interesa nada lo de Bhopal. Creo que al abuelo de Huong le encantaría saber que Dow Chemical es la misma empresa que fabricaba el napalm con el que se rociaban los campos y las almas vietnamitas.
Lo impune no siempre es grotesco, pero sí nauseabundo. Warren Anderson vivió hasta los 93 años sin búsqueda ni captura. La población sigue reclamando indemnizaciones dignas y una comisión de la verdad; verdad sabida, irrespetada. «Mi hijo no murió, mi hijo fue asesinado, y sus asesinos deben de ser castigados –sentencia Harazbi- Seríamos felices viendo a los responsables entre rejas». La justicia no sana las heridas pero reduce el dolor de un mundo que aún no ha aprendido a pagar por su codicia. Todo llegará, otro mundo también, despacito, pero llegará.
Estados Unidos modificó su legislación sobre la industria química y sus códigos de buenas prácticas; papel húmedo, casi mojado, incapaz de evitar que en otros lugares continúen muriendo unas 200 personas al año por consecuencia de la exposición a gases tóxicos. Tres décadas después, nadie es capaz de evitar que algunos continúen sin evitarlo. «Nuestro verdadero deseo no es recibir dinero, sino que la gente nos escuche. Que nunca vuelva a suceder». En India sigue tramitándose un juicio penal contra la compañía; un litigio de interés público en el que se solicita la limpieza de la zona y otras medidas de rehabilitación. «El gobierno quiere callarnos, pero no lo van a lograr. Hasta tener justicia, seguiremos luchando”», así cierra Harazbi la tapa de un libro que aún está por leer.
Por eso, cuando sube la luna cada noche del 2 al 3 de diciembre, las gentes de Bhopal salen a la calle, encienden sus velas y rezan por sus muertos, desfilando gritos mudos que ya no saben lamentarse. Su silencio es el sonido del amor propio, a su vida, su dignidad.
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