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ANTONIO PANIAGUA
Miércoles, 10 de enero 2018, 07:27
Era un maestro en el arte de la rechifla y la injuria. Se le permitía la licencia de burlarse de los poderosos, arremeter contra los intocables y poner en ridículo a los cortesanos. Francés de Zúñiga, por todos conocido como 'Francesillo', medró al servicio ... de Carlos I haciendo lo que otros hacen gratis y con poca gracia: el bufón. Su ingenio era tan punzante y su inteligencia tan aguda que gozó de la protección del emperador y hasta amasó una notable fortuna. Hasta que vinieron mal dadas, cayó en desgracia y murió apuñalado en su ciudad natal, Béjar (Salamanca), el 2 de febrero de 1532. Cualquiera pudo ser su asesino, porque sus pullas en la corte fueron tan hirientes que dejó una buena recua de humillados y ofendidos. El escritor Luis García Jambrina ha recreado la figura del 'Francesillo' en la novela 'El manuscrito de fuego' (Espasa), que quiere ser un homenaje a los que arriesgan lo indecible con sus chanzas. «De Francés de Zúñiga se sabe muy poco, y de entre lo poco que se sabe hay mucha leyenda. Era muy culto, dominaba varias lenguas, de hecho escribió 'Crónica burlesca del emperador Carlos V' e hizo una colección de proverbios y refranes. Ni era un judío converso ni hijo de un sastre, como se llegó a decir. Y tampoco era un enano o un ser contrahecho, como muchos bufones», dice García Jambrina.
'Francesillo' era lo que entonces se llamaba una «sabandija de palacio», pertenecía a esa estirpe de truhanes y hombres de placer que tenían por objeto suscitar la risa, divertir al rey y, a veces, ejercer de espías en la corte. A menudo tenían un aspecto grotesco, eran enanos o soportaban deformidades. Por contraste, la estampa contrahecha de los bufones hacía sentirse superiores a los que no estaban lastrados por ninguna tara. Y comparecer al lado de un enano, un oligofrénico o un paralítico realzaba además la figura regia. No es el caso de Francés Zúñiga, un hombre atildado y elegante, de talla media, cuya imagen sólo afeaba el sobrepeso.
«La corte de los Austrias era tan aficionada a los bufones que los importaba de otros países», cuenta García Jambrina. En los palacios españoles había truhanes venidos de Flandes y Polonia, tierras pródigas en hombres ingeniosos, así como de Italia y Portugal. Los bufones, como los locos, se aprovechaban de sus desvaríos para proclamar verdades con desvergüenza que de otro modo no hubieran sonado dentro de los recintos palatinos. Formaba parte de su trabajo brincar como un mono, ser locuaz, proponer adivinanzas y referir maledicencias y procacidades. Un quehacer no exento de riesgo, pues pasarse de la raya comportaba a veces el destierro. Es lo que le ocurrió a Cristóbal de Castañeda y Pernia, 'Barbarroja', quien hizo una broma del conde-duque de Olivares que a Felipe IV le resultó intolerable.
El escritor García Jambrina ha tratado de recuperar del olvido a un hombre que se movía por una insobornable ansia de ser libre y contar la verdad. Aunque pocos se acuerdan de Francés de Zúñiga, Valle-Inclán le adoraba y veía en él un artífice del esperpento, mientras que, para Francisco Umbral, el bufón del emperador era el espejo en el que debían mirarse los periodistas por su afilada lengua e inagotable ingenio. Prueba de su admiración es que empleó el apodo del truhán para algunos de sus personajes.
No se sabe quién terminó con la vida de 'Francesillo'. Cualquier aristócrata escarnecido por sus irreverencias pudo haberle apuñalado o encargar que lo liquidaran. «Las sospechas apuntan a un noble o grande de España. Se granjeó muchos enemigos, gente que lo odiaba porque en alguna ocasión fue víctima de algún comentario vejatorio», arguye el novelista.
Dentro del oficio había gente de todo pelaje. No todos gozaban de la lucidez de 'Francesillo'. En las filas de la bufonería había locos de atar. Las crónicas de la época hablan mucho de Zaragoza como ciudad que proveía de enajenados y enanos a la corte para entretener a reyes y señores de postín. Algunos habían perdido de tal manera el juicio que eran devueltos al manicomio. «Francesillo era en cambio un loco fingido. A muchos les incordiaba que los bufones tuvieran abiertas las puertas de palacio y gozaran del favor real y, en cambio, los sabios no pudiesen acceder a los monarcas, a quienes parecía no interesarles sus consejos», cuenta el escritor.
La costumbre de rodearse de tarados, paralíticos, enanos y hasta de negros para pasar con amenidad el día resulta hoy chocante, pero es tan antigua como la humanidad. Los bufones ya existían en Persia, Grecia y Roma. En España hay testimonios de su presencia en el siglo V, cuando su actividad se confunde con la de los juglares de Edad Media, quienes propagaron el arte del títere y la marioneta. El gusto por lo bufonesco se extiende hasta el siglo XVIII, pero después la tradición empezó a declinar.
Algunos recibieron títulos nobiliarios, como el bufón de Margarita de Navarra, de quien se dice que tenía tanta confianza con la reina consorte que llegó a ser su amante. Sin embargo, su suerte cambió cuando desapareció su protectora, hasta el punto de que murió en la indigencia.
El 'Francesillo' también fue agraciado con los dones del emperador, quien, antes de hartarse de su lengua viperina, le favoreció con un mayorazgo para su hijo. Con todo, al abandonarle la buena estrella, mendigó para que le nombraran alguacil mayor de Béjar, un puesto que ambicionaba pero que a la postre de poco le sirvió. Al cabo de unos meses fue asesinado. El escritor y profesor titular de Literatura Española en la Universidad de Salamanca no descarta que los matarifes provinieran del entorno del mismísimo emperador. No en vano, el bufón era sabedor de todos sus secretos y debilidades. Confidencias que escuchó el bufón en los primeros años de reinado, cuando Carlos I, nacido en Gante, desconocía el castellano y todas las costumbres españolas le resultaban ajenas. «En esos años debió de apoyarse mucho en el 'Francesillo'. Pero cuando esa relación evolucionó y el rey empezó a preocuparse más por su imperio, me imagino que se distanciarían».
Velázquez inmortalizó a muchos de estos burlones palaciegos. De sus pinceles salieron retratos de Juan de Cárdenas, Pablo de Valladolid, Sebastián de Morra o Nicolasito Pertusato, que aparece en 'Las Meninas'. Los escritores de Diego de Saavedra Fajardo y Quevedo dieron cuenta de estos hombres de placer en sus libros. Y Shakespeare incluyó a un bufón en 'El rey Lear'.
Con la llegada de la Ilustración los truhanes y graciosos fueron desterrados de palacio. El siglo XVIII fue testigo de su erradicación. Los derechos humanos se compadecían mal con la compañía de monstruos y seres desfigurados.
A 'Francesillo' dejaron de tolerarle un día la guasa. Una broma sobre la lealtad de algunos nobles cercanos al monarca sentó como un tiro al emperador, que le mandó de vuelta a casa. «No se olvide que ejerció su oficio de loco fingido o discreto en un momento en que Erasmo de Rotterdam acababa de publicar su 'Elogio de la locura' y los bufones estaban en entredicho a causa de la influencia que ejercían sobre los reyes, lo cual levantaba suspicacias», subraya el escritor.
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