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gerardo elorriaga
Jueves, 13 de septiembre 2018, 07:13
Tan sólo dos trenes cubren semanalmente la ruta entre Kapiri Mposhi, en Zambia, y Dar es Salaam, la capital económica de Tanzania. Sus vetustos vagones trasladan varios miles de toneladas de cobre y cientos de entusiastas turistas que ansían conocer la sabana y bañarse en ... las aguas turquesas del Índico. Curiosamente, el habitual cargamento de mineral no alcanza ni siquiera el 5% de la capacidad del ferrocarril conocido como Tazara. Cuando, a principios de los años setenta, el líder chino Mao Tse Tung concedió un generoso préstamo sin intereses de 400 millones de dólares para crear la ruta, no podía imaginar que la mayoría de sus actuales pasajeros estaría formada por rubicundos ingleses o alemanes. Entonces, el objetivo era facilitar el comercio de los gobiernos indígenas enfrentados a las segregacionistas Rhodesia y Sudáfrica. En aras del compromiso con los países no alineados, el régimen comunista llevó a cabo su mayor desembolso económico en ayuda exterior. La apuesta resultó fallida. Cuatro décadas después, el presidente Xi Jinping ha prometido 60.000 millones de dólares (más de 51.000 millones de euros) en financiación para todo el continente, que tiene en Pekín a su mayor socio comercial.
El desembarco del capital chino en África adquirió carácter sistemático a largo de los años noventa. Desde que, a principios de aquella década, Deng Xiaoping asegurara que enriquecerse era glorioso, el Estado y el tejido empresarial del gigante oriental se han empeñado en cumplir la máxima del sucesor de Mao. El país ha expandido su interés económico por todo el planeta, con especial predilección por aquellos territorios ricos en recursos naturales.
El último anuncio del dirigente ha tenido lugar en el Foro de Cooperación Chino Africano, Focac, cita trienal creada en 2000 y que reúne a la república asiática con todos sus aliados en aquella región del planeta. Tan sólo Suazilandia, que aún reconoce a Taiwan, no ha sido invitada al evento. La lluvia de dólares incluye, fundamentalmente, préstamos, líneas de crédito y fórmulas para financiar importaciones, aunque también dedica unos 15.000 millones a fondos para el desarrollo.
La política de Pekín en África no se puede desligar de su estrategia global, encaminada a convertirse en la primera potencia planetaria. El esfuerzo es conjunto entre el Gobierno y el sector privado. La ayuda directa se complementa con la expansión de numerosas firmas chinas, frecuentemente participadas por la Administración, por todo el continente, y que suman más de 15.000 millones de euros invertidos en todos los sectores productivos.
El neocolonialismo oriental ya ha levantado suspicacias en Occidente. Los más críticos aducen que esta presunta generosidad disparará la deuda pública de los países africanos, uno de sus problemas estructurales, y, asimismo, denuncian la indiferencia de sus dirigentes hacia los regímenes que violan los derechos humanos. China ha mantenido la colaboración con los denostados gobiernos de Sudán y Zimbabue, a pesar de que sus corruptas elites se hallaban sometidas al boicot internacional. En el caso del país austral, tras la caída de Mugabe, el nuevo presidente se apresuró a confirmar el respeto a los antiguos vínculos comerciales.
El desarrollo de las infraestructuras constituye un capítulo esencial de esta expansión. Hace cinco años, Pekín dio a conocer su proyecto de la Nueva Ruta de la Seda, una suerte de actualización de aquellas vías comerciales que refuerza su tendencia a protagonizar el comercio mundial a través de una vasta retícula. El empeño atraviesa tres continentes y, como ha ocurrido en el reciente anuncio, su primera fase requiere una potente red de comunicaciones aéreas, terrestres y navales, que propicie los intercambios.
a importación de alimentos supone una onerosa factura para China. El gigante asiático desembolsa anualmente unos 70.000 millones de euros para dar de comer a sus más de 1.400 millones de habitantes. El rápido aumento demográfico, sumado al creciente consumo de una opulenta clase urbana y a la contaminación del suelo, que afecta a más del 16% de su superficie, alientan el constante incremento de la partida. Esta necesidad y la rentabilidad del sector han dado lugar a una carrera por el control del suelo por todo el mundo.
Desde principios del presente siglo, numerosas empresas pugnan por la adquisición de tierras, o el arrendamiento a largo plazo, para garantizar los suministros de cereales, soja y frutas o la creación de haciendas ganaderas. Seúl y Pekín se encuentran a la vanguardia de un proceso que anuncia la nueva colonización del sur del planeta. La primera potencia oriental se ha hecho con cultivos en las vecinas Laos y Camboya, pero su voracidad se ha extendido a todos los continentes, incluida Europa.
Protestas indígenas
África se ha convertido en uno de los objetivos preferentes, por la facilidad con la que sus gobiernos sucumben a la enajenación de sus fértiles territorios. Las firmas asiáticas, fieles a los dictados de la Administración, han comprado predios de miles y miles de hectáreas en una vasta franja que va desde Mali a Etiopía e incluye operaciones en Uganda, Sudán, Zambia y Mozambique. No parece existir conciencia entre los enajenadores de las consecuencias de este negocio, cuya actividad resulta muy dañina para unos países afectados también por las demandas insatisfechas de tierra de sus propias poblaciones y, a menudo, comporta el desalojo de comunidades indígenas, que pierden sus hábitats tradicionales.
El Gobierno de Xi Jinping se adelanta a sus futuras necesidades tanto a través del acceso a grandes fincas como mediante el control del mercado del litio y cobalto, minerales indispensables para las tecnologías de vanguardia y la fabricación de vehículos eléctricos. China ya controla el comercio de estos recursos en la República Democrática del Congo, uno de los grandes proveedores internacionales. Y no se puede pasar por alto que el tráfico de estos recursos se halla muy cuestionado por su relación con el trabajo infantil y las condiciones de expolio en las que se lleva a cabo la explotación en origen.
Las iniciativas son extremadamente ambiciosas. Egipto y Yibuti concentran buena parte de los fondos asignados como plataformas para la penetración. El Gobierno de Xinping impulsa la expansión del Canal de Suez y cuenta con su primera base militar en la antigua colonia francesa, que hace unos meses asumió el control de la gigantesca terminal de Doraleh. La sospecha de que el presidente Ismail Guelleh pretende entregar su gestión a China ha alarmado a la Casa Blanca. Este desértico territorio constituye la llave para el control del tráfico del Mar Rojo y resulta la principal entrada comercial a Etiopía, la potencia emergente en el Cuerno de África.
Los programas portuarios abarcan tanto el Índico como el Atlántico. Los proyectos de la tanzana Bagomoyo, antigua ciudad colonial declarada Patrimonio de la Unesco, y la camerunesa Kribi persiguen la creación de dos nuevos puertos de aguas profundas capaces de atraer el mayor comercio en cada litoral. Las inversiones chinas también alcanzan a las redes ferroviarias, aunque ahora sus previsiones se antojan mucho más realistas y pragmáticas que las que condujeron a la puesta en marcha del Tazara. La línea entre Addis Abeba y Yibuti pretende consolidar la integración de África Oriental y su propuesta aspira a llegar a Sudán del Sur a medio plazo.
El diseño chino también ha previsto el proceso de rápida urbanización en el continente. El tren ligero de Addis Abeba, a cargo de la compañía de metro de Shenzhen, responde a las necesidades de poblaciones congestionadas, mientras que el cuestionado proyecto de Nova Cidade de Kilamba, en el extrarradio de Luanda, ha impuesto la arquitectura residencial propia del gigante asiático, pero ajena a las necesidades de una población carente de medios.
La expansión china ha sido definida como una enorme maquinaria destinada a satisfacer su voracidad. El 85% de las exportaciones mineras de Sudáfrica parte hacia el Mar Amarillo y algunos de los mayores desembolsos de capital privado están destinados a potenciar cuencas mineras productoras de recursos clave como el platino y el uranio. Además, la última crisis económica ha facilitado la adquisición de activos sometidos a dificultades financieras.
Los reproches hacia esta penetración sin pausa también se relacionan con explotaciones que no observan los derechos sindicales ni el respeto al medio ambiente. Pero resulta paradójico que estas consideraciones partan de observadores ingleses, franceses y americanos, responsables del expolio tradicional de la región subsahariana. Además, el indudable protagonismo chino no excluye la competencia. Corea del Sur, Turquía y Emiratos Árabes Unidos, entre otros, siguen los pasos de Pekín, con agendas sumamente ambiciosas.
Hace dos años, Japón prometió una ayuda de más de 26.000 millones de dólares en la Conferencia Internacional de Tokio sobre el desarrollo de África (Ticad), con una puesta en escena muy similar a la de su rival.
Las promesas de unos y otros tan sólo relevan en el tiempo a los compromisos europeos, de Estados Unidos o la extinta Unión Soviética, cuando el continente se convirtió en campo de batalla de la Guerra Fría. La aparición de una pujante clase media y elevadas tasas de crecimiento anual son cortinas de humo que ocultan males ancestrales que dificultan el progreso efectivo y la consolidación democrática. Como ocurrió con aquellos que les precedieron en la mesa de negociaciones, el interés chino, coreano o japonés permite la perpetuación de regímenes dictatoriales y corruptos, y no facilita la autonomía real de las jóvenes economías, carentes de la necesaria transferencia tecnológica. Pero no sólo la tutela permanece. El empeño por incorporar África a la globalización también amenaza con pulverizar las iniciativas productivas locales, acosadas por la llegada de manufacturas baratas sin competencia posible.
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