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Tony BRYANT
Torremolinos
Viernes, 17 de mayo 2019, 14:12
Robert Vandamm, un ciudadano holandés residente en la Costa del Sol, acaba de pasar los peores años de su vida. Todos los días sufre 'flashbacks' devastadores, fuertes sentimientos de culpa, ataques de ansiedad e incluso pensamientos suicidas.
En octubre de 2018 Robert ... fue condenado por la cooperación al suicidio de su pareja, un delito que conlleva una pena de cárcel en el Código Penal. Ha decidido contar su historia ahora al periódico Sur, del Grupo Vocento, después de leer el reciente caso de Ángel Hernández, que fue detenido por ayudar a morir a su mujer en Madrid. Hernández, que reconoció los hechos, está en libertad mientras investigan su caso.
Robert no tuvo que pisar la cárcel. Fue condenado a seis meses con suspensión de pena de dos años. Pero incluso estando en libertad nunca se sentirá libre del sentimiento de culpa por su papel en la muerte de su pareja en 2014.
Nacida en una familia de Testigos de Jehová en Amberes, Bélgica, en 1961,Charlee d'Anvers tenía 33 años cuando conoció a Robert. Durante la mayor parte de su vida de adulto había sufrido fibromialgia, una enfermedad crónica que causa dolor en todo el cuerpo, además del síndrome de fatiga crónica, dos afecciones que limita la capacidad de hacer actividades normales diarias.
Encima Charlee vivía guardando un secreto que le causó graves trastornos psicológicos. Desde los cuatro años y durante toda su infancia sufrió abusos sexuales de parte de su padre y otros familiares. A los 17 años se escapó, pero tuvo que pasar por varias relaciones abusivas antes de conocer a Robert, el hombre que le iba a dedicar su vida.
La pareja, que compartía día de cumpleaños, se conoció en Amsterdam a mediados de los años noventa. Charlee, que había cambiado su nombre para intentar borrar su pasado, y Robert se establecieron en Amberes. Sin embargo, después de dos años, la salud de Charlee empezó a empeorar y sufrió fuertes dolores físicos y problemas psicológicos. Empezó a buscar ayuda psiquiátrica pero no mejoró. La pareja decidió ir a vivir a otro país, primero a Portugal, aunque a los dos meses se mudaron al sur de España. Vivieron en varios sitios antes de establecerse en Benalmádena.
En principio parecía que el cambio de ambiente y el buen clima favorecía la salud de Charlee, pero con el paso de los años Robert se dio cuenta de que todo no iba bien.
«Mudarse a España tuvo un efecto positivo para Charlee al principio. Durante los primeros años iba bastante bien. Hizo un esfuerzo para mejorarse, pero cuanto más intentó llegar al fondo de sus problemas, más difícil le fue. Intentó llegar a esa cosa oscura que llevaba dentro, pero nunca llegó a superarlo», cuenta Robert, que ahora tiene 65 años. La condición de Charlee se fue deteriorando y pasaba largas temporadas sin salir de casa. «No quería ir a la playa porque temía que iba a meterse en el agua y desaparecer», recuerda Robert.
«Su condición realmente empeoró en 2010 cuando su dolor físico y psicológico fue constante. No salía de casa y su calidad de vida fue muy pobre. Necesitaba medicamentos para dormir y para aguantar las horas del día y la vida llegó a ser insoportable. Cada día cuando llegaba a casa temía que se hubiera quitado la vida porque había tenido pensamientos suicidas», cuenta el holandés que trabajaba como técnico informático.
Una semana antes de su 53 cumpleaños, en 2014, Charlee acudió a su revisión médica quincenal para ver cómo progresaba. Los médicos le dijeron que no podían hacer más por ella. Explicaron que sus órganos empezaban a fallar y aconsejaron cuidados paliativos. Ella se negó.
Charlee no quiso volver a Amberes ni contactar con su familia, así que decidieron quedarse en España. Empezó a hablar en serio de quitarse la vida. El tema ya había surgido en años anteriores, pero esta vez fue diferente. Robert supo que ella estaba segura de que el momento había llegado, y aceptó ayudarla.
«Hablamos del plan de suicidio el 27 de mayo, nuestro cumpleaños. Comparamos los informes médicos mientras cenamos y nos dimos cuenta de que ella nunca iba a recuperarse. Sencillamente ella me preguntó. '¿Por favor, puedo irme?' No aguanto más el dolor. No puedo seguir'», cuenta Robert entre lágrimas. Charlee decidió quitarse la vida el 3 de junio y empezó a prepararse. Pidió a Robert que no contara a nadie lo que le iba a pasar, porque no quería que nadie la buscara. Le pidió que contara a sus amigos y vecinos que se había ido a Bélgica (donde la eutanasia es legal) para morir.
«Hablamos mucho esa semana, pero nunca intenté disuadirla, porque sabía que ya había tomado la decisión. Solo intenté apoyarla, aunque fuera difícil sabiendo lo que quería hacer. Ella escribía todos los días cartas de amor, notas de agradecimiento e instrucciones sobre cómo debería vivir yo después de su muerte», cuenta Robert.
Charlee no tenía fe ni religión y no quería ser ni enterrada, ni incinerada. Simplemente quería volver a la naturaleza, algo que no podía hacer «enganchada a una máquina que la mantenía con vida».
Buscó en Internet las mejores maneras de morir y descartó cualquier opción que involucrara a otra persona. Decidió que la mejor manera sería ahogarse.
Charlee no quiso implicar a Robert y le pidió que comprase un pequeño kayak hinchable. Su idea era remar mar adentro y simplemente desaparecer.
Dos días antes de la fecha decidida, Charlee dijo que no esperaba más. «Dijo 'ha llegado la hora' y llevamos la barca a la orilla. Fue tan valiente, pero hacía mucho viento y había olas. La metí en la barca pero no tenía fuerzas para remar, así que volvimos a casa. Fue un jodido desastre», recuerda Robert con las lágrimas saltadas de nuevo.
Charlee quiso intentarlo de nuevo aunque tuviera que implicar a su pareja. Él consintió. «Lo hablamos y le dije, si eso es de verdad lo que quieres hacer, te ayudo hasta el final. Fue surrealista. Lo planificamos de nuevo. Nunca fue una decisión en caliente: hablamos de cada detalle», recuerda.
En la madrugada del martes 3 de junio 2014, Robert llenó dos mochilas con piedras y arrastró de nuevo el kayak a la orilla de la playa de Torremuelle, de Benalmádena, donde esperó a Charlee. «Lo que más me acuerdo de aquella noche fue que el mar estaba muy tranquilo, sin viento ni olas. Llevé todo a la playa. Charlee estaba todavía en la casa. Estaba tan tranquila, tan serena. Cuando vino hacía mí parecía tan relajada. Se sentó en la barca y remamos mar adentro. Hablamos un rato hasta que me miró y dijo 'Cariño, es la hora'. Me abrazó y me besó, la ayudé ponerse las mochilas y simplemente desapareció», recuerda Robert.
Volvió a casa y se sintió totalmente solo. Sabía que nunca volvería a verla, tocarla o hablar con ella, pero creía que le había ofrecido la mejor solución, «el mayor sacrificio por amor», explica.
Sin embargo, Robert dice que no se había preparado para el sentimiento terrible de culpa que le venía encima durante los próximos meses. Empezó a beber para borrar el dolor e incluso contempló su propio suicidio, aunque sabía que Charlee no lo hubiera querido así.
Vivió solo con su secreto durante seis meses hasta que encontró el valor para contárselo a un amigo de confianza. Su amigo le aconsejó ir a la policía. Sin embargo Robert no quiso romper la promesa que había hecho a Charlee. «Creía que iba a poder llevarlo bien pero no pude. Bebía un litro de vodka todos los días, y aun así no alivió la angustia», recuerda. «Sabía que al final me pillarían y pasé los próximos años esperando la llamada de la policía».
La verdad salió a la luz cuando murió la madre de Charlee en 2017. Al no encontrar rastro de ella en Bélgica, la familia se puso en contacto con el consulado belga en España y desde allí contactaron con la policía. Para entonces, Robert se había mudado a La Carihuela donde era bastante conocido entre los vecinos. Al final la policía lo localizó y Robert les contó todo. Les enseñó las cartas que había escrito Charlee durante las semanas antes de morir. Fue detenido.
El día siguiente un juzgado de Torremolinos le dejó en libertad mientras se investigaba el caso. «Solo tengo respeto para la policía y los juzgados, porque fueron muy considerados y empáticos. Nunca me hicieron sentir como un criminal», dice el holandés.
El caso tardó 12 meses en llegar a juicio y a Robert le habían advertido que le podría caer una condena de entre dos y cinco años de cárcel. Se preparó para lo peor; no le hubiera importado, dice, cumplir una sentencia entre rejas.
«Mi abogado me contó que era muy poco probable que fuera a la cárcel, pero no tenía miedo, porque lo hice por mi amor incondicional hacia Charlee», comenta.
Al final Robert no tuvo que pisar la cárcel. Sin embargo, sigue intentando encontrar sentido a la vida, aunque siente que su decisión de dejar morir a Charlee fue la correcta.
«Era una mujer increíblemente valiente y soy responsable de su muerte, sin embargo sé que le he dado el mejor regalo. Maté a la persona a quien quería por amor. Le di lo que quería. Todos los días me viene la imagen de ella ahogándose y eso me quedará para siempre», acaba Robert.
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