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El 13 de marzo de 2013, poco después de su elección como Papa, Jorge Mario Bergoglio, hasta entonces cardenal arzobispo de Buenos Aires, se mostró ... ante el mundo por primera vez vestido de blanco en el balcón central de la basílica de San Pedro del Vaticano ofreciendo una breve alocución que acabó convirtiéndose en una declaración de intenciones de lo que iba a venir después. Antes de pedir a los fieles que «rezaran por él», humanizando así el cargo recién estrenado, dijo que sus «hermanos cardenales» habían acudido en el cónclave apenas concluido «casi hasta el final del mundo» -en alusión a Argentina- para encontrar al nuevo obispo de Roma.
Bergoglio, que tenía entonces 76 años, se presentó aquel 13 de marzo de 2013 como un Papa alejado de todo: tanto de los juegos de poder de la Curia romana como del eurocentrismo que marcó el devenir de la Iglesia durante siglos. Primer americano y primer jesuita en llegar al solio pontificio, y también el primero en optar por el nombre de Francisco en recuerdo del santo de Asís, el argentino adelantaba de esta manera las sorpresas que iban a sacudir a la comunidad católica durante su pontificado y que llegarán hasta su epílogo, al pedir ser enterrado en la basílica romana de Santa María la Mayor y no en la de San Pedro del Vaticano, donde reposan los últimos Papas. Francisco quería remarcar así, incluso en su tumba, su condición de 'outsider', de hombre libre y sin miedo a romper esquemas, como plasmó en infinidad de ocasiones desde el primero hasta el último de sus días como obispo de Roma. Hasta dejó preparado un funeral con un rito simplificado respecto al de sus antecesores.
En sus más de 12 años como Pontífice, Bergoglio se destapó como uno de los líderes más influyentes del panorama internacional, teniendo sus palabras y sus gestos una repercusión que iban más allá de los casi 1.400 millones de católicos que hay en el mundo. Buen ejemplo de ello es el impacto global que tuvo la ceremonia extraordinaria de oración contra el coronavirus que presidió el 27 de marzo de 2020 en una plaza de San Pedro del Vaticano completamente vacía y batida por la lluvia. «Estamos todos en la misma barca», dijo entonces en una de las imágenes memorables de su pontificado. Serán también recordados sus múltiples llamamientos a favor de la acogida de los migrantes y refugiados, dos colectivos que estuvieron en el centro de su acción pastoral aunque le costara enfrentarse por ello a los más poderosos líderes de la tierra, como el presidente estadounidense, Donald Trump, a quien le afeó que levante «muros de ignominia», mostrándole su «desacuerdo» con las deportaciones masivas de extranjeros. Francisco dejó clara su opción preferencial por los desplazados desde su debut al elegir la isla de Lampedusa, símbolo del drama migratorio en el Mediterráneo, como destino de su primer viaje tras su elección como obispo de Roma.
De puertas hacia adentro, la principal preocupación de Bergoglio fue la reforma de la Iglesia, para que se convirtiera en una institución abierta para todos por encima de la situación particular de cada uno. Al timón de la barca de San Pedro, un auténtico transatlántico cuyo rumbo cuesta enormes esfuerzos alterar debido a las inercias del pasado, Francisco completó una profunda actualización de la comunidad eclesial para acercarla a sus orígenes, remarcando que son bienvenidos dentro de ella incluso los más alejados o quienes se encuentren en una situación doctrinal irregular.
Esta posición no gustó nada al sector más conservador que, en algunos momentos, llegó a ponerse en pie de guerra contra él y a maniobrar de cara al futuro, con la esperanza de que su sucesor sea alguien menos rupturista. Entre los presuntos agravios sufridos por los tradicionalistas destacan las limitaciones puestas en 2021 a la celebración de misas en latín con el rito previo al Concilio Vaticano II. Bergoglio le enmendó así la plana a Benedicto XVI, quien abrió la mano en 2007 en un intento de seducir a los sectores más conservadores.
El riesgo de fractura y la conciencia de que una de sus mayores responsabilidades consistía en garantizar la unidad de la Iglesia hizo que los cambios no fueran aún más profundos. Antes de que se escuchara el crac precismático, el Pontífice siempre prefirió echar el freno de mano. Resulta paradigmático lo que sucedió en el Sínodo de la Amazonía celebrado en 2019: los participantes de la asamblea votaron a favor de que pudieran acceder al sacerdocio hombres casados de probada virtud, los llamados 'viri probati', pero el revuelo que provocó la idea, ante la posibilidad de que abriera la puerta a un cambio futuro en el celibato sacerdotal para que dejara de ser obligatorio, llevó al Papa a archivar la propuesta. Había conseguido, eso sí, que se debatiera ampliamente sobre la cuestión, iniciando un camino que otros podrán recorrer en el futuro. «El tiempo», como afirmó Francisco en varios de sus textos doctrinales, «es siempre superior al espacio». Esta frase ayuda a entender el impacto a largo plazo que puede tener en la historia eclesial el pontificado recién concluido.
En sus primeros años como obispo de Roma, a Bergoglio se le acumularon los adjetivos: renovador, reformista, revolucionario, modernizador... Las expectativas que levantó eran tan altas que resultaba difícil no decepcionar, sobre todo entre quienes esperaban cambios doctrinales o no se esperaban que dedicara palabras gruesas para rechazar la eutanasia o el aborto. Este último lo comparó repetidas veces con «contratar a un sicario para resolver un problema». Todo lo que no movió en esos aspectos lo hizo en cambio desde el punto de vista de la pastoral. Gais, divorciados, personas alejadas de la fe, marginados, inmigrantes, refugiados, indigentes… Todas estas personas estuvieron en el centro de su mensaje y de sus acciones, en las que trató de plasmar una y otra vez su idea de una Iglesia «de puertas abiertas» y como si fuera un «hospital de campo», que no juzga y en la que todo el mundo es bienvenido.
Su mano tendida hacia los homosexuales y transexuales es un buen ejemplo de esta actitud: repitió en numerosas ocasiones que son bienvenidos en las parroquias, como cuando rompió los esquemas en 2013, pocos meses después de su elección, al asegurar que «quién era él para juzgar» a un gay de «buena voluntad». Se equivocaban, no obstante, quienes soñaban con que la Iglesia católica fuera a aprobar el matrimonio entre personas del mismo sexo. Sí que permitió en cambio que los sacerdotes bendigan las uniones entre personas del mismo sexo o que dieran la comunión a los divorciados vueltos a casar. Esas decisiones se ganaron el aplauso del sector más progresista y supusieron un alivio para los católicos que se encuentran en esa situación, pero también contribuyeron a aumentar la polarización del área eclesial conservadora, incómoda con Bergoglio.
Francisco, en definitiva, puso a las periferias en el centro de su atención. Para ello desplegó sus mejores armas comunicativas, que no eran pocas: espontaneidad, calidez, ternura, escucha, frescura… Logró así humanizar y acercar el cargo de Romano Pontífice a todas las personas, fueran o no fieles de la Iglesia católica. No es de extrañar que en más de una ocasión acabara él mismo metiéndose en algún embrollo por sus palabras y que hubiera quien lo tachara de «peronista» o incluso de «comunista», un calificativo que se ganó con sus encendidos ataques a los excesos del capitalismo y con su fuerte conciencia medioambiental. A este último tema dedicó una de sus más importantes encíclicas, 'Laudato Si', un texto magisterial con el que colocó a la Iglesia católica en la primera línea de la lucha contra la emergencia climática y la defensa de la naturaleza.
Esa fuerte conciencia social, unida a su gran capacidad comunicativa, lo convirtió en una de las 'conciencias' del mundo, al superar las barreras religiosas propias de su cargo y erigirse en un auténtico 'poder blando'. De esta manera, trató de sacudir a la humanidad ante la «globalización de la indiferencia» frente a las situaciones de injusticia que sufren millones de personas en todo el mundo. No lo hizo sólo con palabras, sino también con sus viajes internacionales, al elegir de manera preferente países pequeños, pobres y fuera de la primera línea, pero que necesitaban un empujón para salir de las situaciones de conflicto o marginación en que se encuentran.
Eran las naciones periféricas las que más les interesaron, además de por supuesto las que se desangran con la guerra. En su incesante empuje hacia la paz se desgañitó denunciando los macabros efectos del comercio de armas, impulsado por los países ricos, y tampoco tuvo empacho en criticar a la OTAN por «ladrar a las puertas de Rusia» y no comprender que la provocación a Moscú podía propiciar la invasión de la «martirizada» Ucrania. En la conciencia del Pontífice imperaba la idea de que el mundo es poliédrico, con diversas caras aunque todas ellas unidas en un mismo cuerpo que se deshace por culpa de la «Tercera Guerra Mundial a trozos» que en tantas ocasiones denunció.
Aunque no resulte vistoso fuera de los límites de la Iglesia, uno de los grandes legados de Francisco viene con la reorganización de la Curia romana, un proyecto a largo plazo que ha ido de la mano de la reforma económica, destinada a implantar una gestión profesional y transparente de los fondos para evitar que se repitan los escándalos de corrupción y nepotismo del pasado. Entre ellos el más llamativo está motivado por la compra de un edificio en un lujoso barrio londinense con dinero destinado en parte a obras de caridad. Aquella ruinosa operación para las arcas vaticanas acabó propiciando un largo proceso en los tribunales del minúsculo Estado en el que fue condenado el cardenal italiano Angelo Becciu.
También resultó significativo en este ámbito la limpieza del Instituto para las Obras de Religión (el banco vaticano), que ya no es el agujero negro utilizado por delincuentes de todo pelaje para blanquear dinero de procedencia sospechosa. Pese a estos pasos adelante, la bancarrota amenaza las finanzas vaticanas: el déficit en 2023 fue de 83,5 millones de euros, una cifra muy alejada del equilibrio que trata de alcanzar el español Maximino Caballero, prefecto de la Secretaría para la Economía. Francisco pidió «sensibilidad, generosidad y disponibilidad al sacrificio» a los alrededor de 4.000 empleados vaticanos, aunque en el próximo pontificado parece inevitable que haya que adoptar medidas más drásticas para cuadrar las cuentas debido a la caída de las donaciones, el impacto de la inflación y a algunas ruinosas operaciones financieras, como la citada de Londres.
A los cambios organizativos y legislativos en la Curia romana y en el amplio abanico de organismos que dependen de ella, unos 150, Francisco unió un objetivo aún más ambicioso: cambiar la mentalidad para acabar con el clericalismo, es decir, el primado excesivo de los clérigos dentro de la Iglesia y el aprovechamiento de éstos desde sus cargos de poder. Para el Papa constituía uno de los mayores problemas de la Iglesia contemporánea, culpable en parte tanto del arrinconamiento que viven muchas religiosas y laicas como de esa gran herida abierta que son los abusos sexuales a menores cometidos por curas y religiosos.
En la pederastia, probablemente el mayor desafío que afronta hoy la comunidad eclesiástica, el cambio ha sido profundo durante este pontificado, tanto en lo normativo como en la mentalidad. La conversión para Francisco se produjo gracias a la visita que hizo en enero de 2018 a Chile, donde quedó sorprendido ante el panorama que encontró: recintos medio vacíos y protestas protagonizadas no por grupos antieclesiales, sino por fieles católicos que denunciaban la podredumbre de la Iglesia local.
A su regreso a Roma, el argentino comenzó a olerse que se había equivocado al creer la versión de los obispos chilenos y ordenó una investigación interna con la que tomó conciencia de cuál era la situación real. En ella participó el sacerdote español Jordi Bertomeu, quien subrayó cómo aquella experiencia supuso un punto de inflexión para el Papa hasta convertir la lucha contra la pederastia en uno de los «ejes» del pontificado. «Hemos aprendido de los errores del pasado», afirmaba Bertomeu, reconociendo en cualquier caso que queda mucho por hacer.
Muchas víctimas siguen quejándose de que tras denunciar a sus abusadores ante las instituciones eclesiásticas, pasan años sin tener noticias de cómo va el proceso. Otros, más afortunados, consiguieron respuestas gracias a que lograron que Bergoglio se implicase personalmente en sus casos. La histórica conferencia sobre pederastia organizada en el Vaticano en 2019, en la que participaron episcopados de todo el mundo, resultó un sustantivo paso adelante que vino de la mano de un endurecimiento de las leyes contra los abusos, aunque el camino por recorrer es todavía largo.
Queda igualmente por hacer para acabar con el machismo imperante en muchos ámbitos de la Iglesia, de manera que los 'techos de cristal' no sigan impidiendo que las mujeres accedan a puestos de responsabilidad. Cerrada a cal y canto la puerta del acceso al sacerdocio femenino por los anteriores Papas, Francisco no quiso avanzar en ese ámbito ni tampoco tomó decisiones en el diaconado femenino, más allá de crear un par de comisiones para que estudiaran el asunto.
Sí que dio más protagonismo a las católicas en la misa al abrir a las mujeres el ministerio del lectorado y del acolitado. Bergoglio también colocó a un mayor número de mujeres en cargos importantes de la Curia romana. Destacan dos religiosas italianas. La primera es Raffaella Petrini, presidenta de la Gobernación del Estado de la Ciudad del Vaticano y de la Pontificia Comisión para el Estado de la Ciudad del Vaticano, siendo así la primera 'alcaldesa' del minúsculo Estado. La segunda es Simona Brambilla, a quien el Papa puso al frente del dicasterio para la Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica, encargado de supervisar a las congregaciones religiosas. Brambilla es la primera mujer al frente de un 'ministerio' vaticano.
Con Francisco, en definitiva, las periferias humanas, geográficas y sociales han vuelto a estar en el centro de la Iglesia, que ya no es la institución a la defensiva y metida en guerras culturales del pasado, sino que mantiene una posición más abierta y humilde frente a las circunstancias particulares de cada persona, sin que ello haya supuesto una renuncia de sus principios doctrinales ni tampoco de su tradición bimilenaria.
Tras su papado es, probablemente, una Iglesia más optimista, que no llora por los tiempos de poder y de templos llenos del pasado y ve oportunidades incluso en la descristianización que viven los países occidentales. Es una Iglesia «de esperanza», como señala el lema del Año Jubilar de 2025, y que presenta el mensaje de Jesucristo como un camino que puede elegirse de manera convencida y no sólo porque forme parte de la cultura predominante o de la tradición familiar.
Bergoglio trató en estos años de seducir a las personas para que libremente decidan acercarse a la fe católica, sin imposiciones ni amenazas. Esa es la primordial tarea en la que tendrá que desgastarse su sucesor, ese «Juan XXIV» que Francisco se sacaba con humor de la manga cuando le planteaban compromisos a medio plazo y coqueteaba con la idea de que sería una tarea para el próximo obispo de Roma. Éste saldrá de un Colegio Cardenalicio profundamente rediseñado por el argentino, quien dio entrada en este exclusivo club a un buen número de representantes de diócesis minoritarias y periféricas, tratando así de que su concepción de la Iglesia resulte irreversible.
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