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Isabel Ibáñez
Madrid
Domingo, 1 de abril 2018, 08:41
Carlos de Felipe está muerto desde 2015. Era un hombre, un buen hombre, de 47 años conocido en Las Palmas de Gran Canaria como ‘ ... Carlos el pintor’ porque se ganaba la vida con sus cuadros. Tres jóvenes de 32, 25 y 21 años que acababan de salir de la discoteca se cruzaron en su vida una noche cuando roncaba acunado por el alcohol a la entrada de un banco. Y decidieron gastarle «una broma». Cogieron cinta adhesiva de embalar que él llevaba entre sus pertenencias y le vendaron la cabeza desde el labio superior hasta la frente, dificultándole la respiración y dejándole sin vista. Con la misma cinta le ataron con varias vueltas a una colchoneta plegable y le incorporaron la botella de ron, como componiendo una de sus obras. Uno de ellos, el mayor, ejecutaba; los otros alentaban y reían.
A la mañana siguiente, Carlos apareció sin vida tal como le dejaron, por un infarto. Hace unos días se ha celebrado el juicio, donde a los chicos les han castigado con un año de cárcel y 12.000 euros de indemnización a la hija del pintor como autores de un delito contra la integridad moral, ya que no pueden ser acusados de homicidio al no considerarse probado que la muerte tenga que ver con lo sucedido. «No existe certeza médica». La Fiscalía de Delitos de Odio y Discriminación se hizo cargo de la investigación al interpretarlo como un caso de aporofobia, palabra aprobada hace tres meses por la RAE para designar el odio o el rechazo a los pobres. Engloba desde las pequeñas agresiones diarias hasta la muerte provocada en esos delitos de odio o, como ya los llaman algunos, delitos de ocio’, al producirse muchos, un 30%, cuando los jóvenes salen de marcha, como parte de la fiesta. El Código Penal no cita esta palabra, algo que exigen las ONG porque, «si no, no se puede combatir».
Flores y velas recuerdan el lugar donde Carlos dejó de pintar. Hay muchos como él. Los testimonios que aparecen salpicados en globos por este texto fueron recogidos en 2017 por el Observatorio Hatento para delitos de odio contra personas sin hogar, impulsado entre otros por la Fundación Rais, que destaca que las mujeres sufren la aporofobia por partida doble, por pobres y por mujeres; el 20% denuncia agresiones sexuales, aparte de otro tipo de violencias.
«La amplitud de la aporofobia es similar al gran arco que va desde los micromachismos diarios hasta el asesinato de mujeres», explica Jesús Sandín, responsable de las personas sin hogar de la ONG Solidarios para el desarrollo. «Que no son exactamente un colectivo –aclara–. Cuando una de estas personas tiene una enfermedad mental, en las redes de enfermedad mental se desentienden alegando que tiene que acudir a las redes de personas sin hogar.Lo mismo sucede si una mujer sufre maltrato machista; las redes de violencia de género se desentienden. Y esto es aporofobia. Cuando hablamos de personas sin hogar solemos referirnos a las que viven en la calle, deterioradas. Y solo se habla de ellas cuando una panda de desalmados les prenden fuego, pero no de la microagresión diaria, de que cuando viven en la calle son agredidos todo el rato». Como darles comida sin preguntar si es lo que necesitan; aunque parta de un sentimiento bueno, supone «infantilizar y minimizar a la persona». «Están en la calle porque quieren, dicen, pero si no quieren ir a albergues será por algo. Y estar en la calle tiene que ver con la esperanza de vida; viven 20 años menos que el resto. La calle mata, y eso es violencia, aporofobia».
La persona que dio nombre a este odio, hace 20 años, se llama Adela Cortina, catedrática de Ética y Filosofía Política de la Universidad de Valencia. Acaba de presentar el libro ‘Aporofobia, el rechazo al pobre’. «No tenemos fobia al extranjero sino al pobre (‘aporos’ en griego). Nos molestan las personas que vienen en patera porque traen problemas, pero nadie manifiesta rechazo hacia los 75 millones de turistas extranjeros acomodados que han visitado nuestro país el último año». Alega que hay un componente cerebral que intenta que dejemos de lado a los pobres, «porque no nos traen beneficio». «Todos somos aporófobos», dice, aunque enarbola la plasticidad del cerebro, la educación, para reconducirnos.
Enrique Cuesta, de la ONG Acción en Red, lleva casi dos décadas trabajando con personas sin hogar. «Acabar con el ‘sinhogarismo’ y las diferentes violencias que recaen sobre estas personas requiere conocimiento de la realidad y sensibilización; desde las altas esferas institucionales, que con frecuencia tienden a criminalizarlas o menospreciarlas, a la escuela, donde es fundamental que se trate este asunto desde los derechos humanos». ¿Por qué algunos jóvenes dedican su tiempo libre a macharcarlos mientras otros lo emplean en ayudar? «Los que comenten las agresiones tienden a cosificar a estas personas. Ven en ellas un objeto de divertimento. En otras ocasiones las agresiones son protagonizadas por gente cargada de ideologías odiosas, neonazis y skin heads».
En Sevilla hay un médico oftalmólogo de 66 años recién jubilado de la sanidad pública andaluza llamado Alfonso Romera. Conoce muy bien este mundo porque, ya a finales de los 70, trabajó como voluntario en Cádiz en un centro para estas personas: «Más de cien hombres, mujeres y niños en una casa de cuatro plantas... Hacinamiento y falta de higiene... Me echaron de allí las chinches; quitabas una alcayata de la pared y caían bichos como bolas que te picaban cuando apagabas la luz... Me fui enfermo. Las cosas eran horribles en aquellos primeros tiempos».
Ahora Romera ha vuelto a la carga, pero esta vez poniendo en marcha la iniciativa La Carpa, para que estas personas se autogestionen y tengan un techo hasta que puedan abandonar la calle. Denuncia que los albergues de su ciudad están en manos de «una empresa privada que recibe 7 millones de euros para cien camas. ¿Pero dónde está ese dinero? ¿Y cuáles son los criterios de admisión? Porque a muchos no les dejan entrar y queremos saber las razones». Su proyecto, una carpa de 800 metros para dar cobijo, un espacio de transición hasta que encuentren hogar, «está aparcado en un cajón; el Ayuntamiento de Sevilla no nos cede el terreno. Mientras, hemos conseguido un autobús que es peluquería móvil, donde al menos podrán asearse».
Invisibles Coslada también se centra en denunciar la aporofobia institucional. Loli Pérez, enfermera de la sanidad pública y parte de esta organización, considera que «no se trata de odio, pero sí de rechazo». Denuncia que muchas madres no acuden a los servicios sociales por miedo a que les quiten a los hijos. «Y en la recepción de un hospital es complicado que te dejen entrar, porque hueles, por tu mala pinta... Hay un pensamiento subjetivo y una persona puede creer que tienes derecho a entrar y otra que no. Y luego está cada médico y cómo te atiende. A veces hasta te amplían el tiempo de espera entre citas». También cuestiona que las instituciones ofrezcan a los pobres bocadillos. «Pero si hay gente con enfermedad, con problemas de dieta, de dentición... ¿un bocadillo? ¿Nosotros nos comeríamos siempre un bocadillo? Les exigimos cosas que nosotros no haríamos».
Miedo, soledad, desconfianza... Así se expresa este pobre hombre de 40 años, un sufridor más de aporofobia: «Y desde entonces duermo siempre solo. Me escondo. Cambio el lugar cada día y no le digo a nadie dónde estoy. Me siento muy solo, pero creo que es más seguro». Ojalá.
Miquel Fuster (Barcelona). 15 años en la calle
Llevo 15 años fuera de la calle, el mismo tiempo que pasé en ella, y sucedió al principio... Pues lo recuerdo como si fuera ahora. Una noche, tres chavales bien vestidos, con buen léxico, se acercaron a hablarme y empecé a desconfiar. Pero uno de ellos dijo: ‘Que le vaya bien’, y yo pensé: ‘¿Se van a ir sin hacerme nada?’. Entonces vi el adoquín y, desde tres metros, me lo tiró a la cara. Me partió el tabique nasal; si me da más arriba me deja ciego o me mata. Se fueron riendo...». Dibujante de Bruguera, el catalán Miquel Fuster (Barcelona, 1944) acabó en la calle con cuarenta y pico por esas cosas de la vida; un desamor, un incendio que asoló su casa, el alcohol...
Aquella agresión no fue la única: «Los cajeros son siniestros, te van a quemar y estás encerrado, los fines de semana van a sacar dinero de madrugada hasta el culo de todo y te pasas el rato temblando... Una vez me dijeron: ‘Este es de la cofradía de Don Simón’. ‘Soy pintor’, contesté. Se me quedó mirando y soltó: ‘Te voy a dar una patada en los cojones y vas a ver’...». Decidió irse al bosque, a Las Planas, tras la montaña del Tibidabo, con manta, vino y tabaco. «El bosque de noche da mucho miedo, pero peor son los cajeros». Vinieron perros salvajes y los asustó gritando. Con algunas personas no funcionaría. De todos sus compañeros de la calle, ninguno se libró de ataques. «Te ven indefenso y lo hacen por diversión... Mala gente, cobardes en grupo, desalmados. Si les hablas mucho –dice– puede que te dejen en paz».
Más que de aporofobia, habla de vulnerabilidad: «Atacan al vulnerable, no se meten con un tío de 100 kilos, pero sí con uno de 50». Cuando la Fundación Arrels lo recogió, pesaba 42 kilos con 1,82 metros de altura; se le cerró el estómago, dejó de ir a los comedores sociales y se alimentó años «con vino, Coca Cola, azúcar y 14 paracetamoles diarios». Reconoce que la peor parte se la llevan las mujeres: «Tíos que van de fiesta y las violan... Aunque si no caen en el alcohol, que las machaca más que a los hombres, salen más fácilmente, encuentran trabajo...». Fuster, que vive bajo techo gracias a Arrels, contó su experiencia en el cómic ‘15 años en la calle’, donde reflejó la agresión: «Se giró hacia mí... Era una sonrisa lenta que transformó el brillo de sus ojos en un júbilo anticipado de crueldad...».
Rocío Roldán (Madrid) Cuatro años sin hogar
Tener una infancia y juventud complicadas, muy complicadas, no ayuda a generar una buena base para el futuro. No todos partimos con las mismas oportunidades. Y aunque esa es otra historia, para Rocío Roldán –30 años y dos hijos de 6 y 4– fue la raíz de que acabara viviendo en las calles de Madrid cuatro años. En 2006, la residencia de ancianos donde trabajaba cerró y se quedó con una mano delante y otra detrás. La primera noche se fue a un parque de Alcalá de Henares y no pegó ojo. Luego llegaron muchas más... «Me tiraban bolsas de basura, cacas de perro, orinaban cerca... Vendí mi móvil y me fui a Madrid, a pasar el día en la estación de autobuses de Avenida América para asearme. Pedía comida por ahí y por la noche me iba a las escaleras de una estación de metro poco concurrida. O a un parque».
Un año sola –«aprendí mucho, a defenderme, a valorar las cosas»–, hasta que conoció al legionario Manolo. Le llamaban Lolo, 60 años. «Por el día estábamos juntos, hablábamos de nuestras cosas, de las ilusiones, de dejar la calle».Y por la noche cada uno se iba a su sitio, hasta que descubrieron un teatro que había sido hotel y que estaba abandonado. Ahí empezó una buena etapa, porque en la calle, en medio de las penurias, también hay momentos felices. «Invitábamos a otros a dormir en nuestro ‘hotel’. Una mujer a la que ayudaba a hacer la compra nos regaló un camping gas y un día cocinamos una pierna de cordero...». Claro que también sufrieron ataques. Una noche dormían en un cajero y unos chicos atrancaron la puerta, la rociaron con alcohol y la prendieron fuego. «Tuvieron que venir los bomberos a sacarnos».
Recuerda ver pasar a la gente y pensar que una vez fue como ellos, que qué le había pasado para acabar así... En una ocasión intentaron violarla en un callejón... «Le rompí la mandíbula con un hierro que encontré, ese no volverá a intentarlo». Y sufrió la pérdida de amigos, incluido Lolo:«Estaba muy mayor, le costaba respirar, llamamos al Samur y se lo llevó. Murió ese día». Empezó una relación amorosa con otro hombre de la calle con el que consiguió ir a una habitación de alquiler. Tuvieron un hijo, pero les quitaron la tutela por los malos tratos que él le daba y que le llevaron a la cárcel, donde hoy sigue. La otra hija que tuvo con él, Esmeralda, le ayuda a levantarse cada día.
Fidel Arbillaga (Sevilla) Pudo escapar
Vivía con su madre en Sevilla desde que escapó de los malos tratos que le daba su marido. Pero en 2015 ella enfermó y, tras dos semanas en el hospital sin separarse de su cama, murió. Las deudas se acumulaban, tenía un trabajo precario y tuvo que dejar la casa de alquiler. «Me fui al albergue, donde estuve cinco días, y te puedo decir que no se lo recomiendo ni a un perro. Porque la empresa que gestiona ese centro se lleva nuestro dinero para dar de comer y acoger a la gente sin hogar, y no veas el servicio que dan. Aparte de que tienes los días contados».
Así las cosas, el gijonés Fidel Arbillaga, 51 años, acabó sin techo. Cuatro meses que no se los desea a nadie. «Soy vigilante jurado de profesión y he visto muchas cosas en la calle, pero es que es una jungla, literalmente. Como no seas un poco fuerte, no sobrevives. Me han llamado pordiosero, mendigo de las narices... Yte intentas hacer fuerte, pero cuando llega la noche y te quedas pensativo... Te vienen los recuerdos de tu vida, de tu madre que se acaba de ir... y te pones a llorar ahí, tú solo...».
Tuvo la suerte de dar con la asociación La Carpa, que, tras acogerle 78 días en un campamento con otras 200 personas, le ayudó a dejar las calles de Sevilla. «Aunque hay que decir que nos desalojaron de malos modos, hasta a los enfermos, tirando sus medicamentos a la basura, cuando estaba todo súper limpio... Eso también es aporofobia». Ahora trabaja de guarda jurado y colabora con ellos. «La calle me ha dado la oportunidad de conocer a gente maravillosa que contaba historias que encogían el corazón». Pero siempre tuvo claro que aquello no era para él: «Veía a muchos compañeros de la seguridad que habían acabado en la calle, alcoholizados, con drogas, algo en lo que yo nunca he caído, y andaban sonámbulos... Me vi reflejado y eso me impulsó a salir».
Habla de los jóvenes que agreden por diversión: «Proceden de familias acomodadas, que no les falta de nada porque se lo dan papá y mamá. No se dan cuenta del daño que hacen». Y reconoce que siente miedo. Del día a la noche, la cosa cambia. «Te tiran botellas a distancia, varios compañeros acabaron con heridas... Por Sevilla anda un hombre con medio cuerpo quemado porque le prendieron fuego en un cajero. De noche no duermes, duermes de día».
Cristina Sánchez (Barcelona) Empresaria de okupa con dos hijos
Su historia es la confirmación de que a cualquiera en un momento la vida se le da la vuelta. Cristina Sánchez, 39 años, regentaba la floristería familiar en Barcelona cuando, por la crisis y la ‘desaparición’ del padre de sus criaturas, acabó arruinada y desahuciada por el banco con dos hijos pequeños. «La primera visita a los servicios sociales me espantó, porque lo primero que hacen cuando te ven así es abrir un expediente de desamparo para quitarte a tus hijos si fuera necesario, con lo que somos muchas las que no recurrimos ya a ellos. Eso es aporofobia institucional. Todo esto les pasa a muchas madres, te sientes súper atacada por ser pobre, te pueden quitar la tutela de tus niños sin pasar por un juez».
Y mientras sus hijos están en la escuela, ella pide limosna por las calles y el metro de Barcelona. Evidentemente, con dos niños de 5 y 3 años, no duerme en la calle; un conocido la ayudó en octubre de 2016 a dar la «patada en la puerta» para poder vivir de okupa. «Mis propios educadores sociales me lo aconsejaron». Y así sigue hoy.
«Al hacerlo, arriesgué mi libertad y ahora vivo en la ilegalidad. De la noche a la mañana. Vas pidiendo a familia y amigos hasta que ya no puedes más y descubres que puedes mendigar para llenar la nevera. Me llaman sinvergüenza con cara de asco y me dicen que me ponga a trabajar, aunque al 95% le eres indiferente. Yo me indigno y les digo que eso no es tan fácil». Conoce a muchas madres que han tenido que recurrir a la prostitución porque «si sabes que te pueden quitar a tus hijos, haces lo que sea. Yo no lo permitiría, mis niños y yo somos inseparables».
Asegura que dormir en la calle «es lo último para una mujer, por las violaciones, agresiones, el miedo a que se metan contigo. A mí me han ofrecido dinero por acostarme, vienen hombres del barrio que conocen mi situación a proponérmelo... Un hombre de 70 años me ofreció trabajar de jardinera en su casa cuando lo que quería era otra cosa... En fin, yo espero que mi vida cambie, pero, de momento, hemos formado un grupo de mujeres, madres en la misma situación, para pelear por nuestros derechos. Porque, a pesar de todo, lo peor es la aporofobia institucional». Su historia está en YouTube: ‘Madre de dos hijos pidiendo en el metro de Barcelona’.
Lagarder Danciu (Rumanía) ‘SIN TECHO’ Y ACTIVISTA
Se crió en orfanatos de la Rumanía de Ceaucescu –«allí vi de todo»–, aunque no se queja; de todo se aprende, dice, y siempre agradecerá la ayuda que le dio una de sus maestras, que le aportó educación y de comer. Harto de que se metieran con él por gitano y gay (y por pobre, claro), Lagarder Danciu, 37 años, se vino con 22 terminada la carrera de Trabajo Social. Primero a Portugal, donde conoció y denunció las redes de explotación de inmigrantes en el campo: «Setenta personas hacinadas en una casa con ratas, el poder que tiene el miedo de paralizarte y lo difícil que es salir una vez que has entrado en el círculo». Luego pasó a España, a trabajar en el campo andaluz, y después vivió una mala experiencia con unas oposiciones a Educación en las que denunció irregularidades. Ha pasado dos años de su vida en la calle.
«Descubrí este mundo y lo que vi es la bota de la opresión. La aporofobia es un síntoma, esas personas de la calle nos están diciendo que sigamos como esclavos del sistema porque si no acabaremos como ellos. Hay muchos casos de gente joven que te odia, que te ven como una bolsa de basura, les provocamos rechazo. A esos chavales que agreden yo no les metería presos, les daría dos o tres años de trabajo con gente de la calle para que arreglen su falta de empatía».
Dice que al quedarse sin hogar descubrió «el genocidio». «Al convivir con ellos te implican, y también generas mucha impotencia. La calle es un viaje que te lleva a la muerte». Señala que entre los desfavorecidos hay mucha diversidad; incide en que las personas sin hogar «no son solo las que duermen a la intemperie porque no se atreven a dar una patada a una puerta, sino los okupas, los que duermen en los coches, en las furgonetas, en tiendas de campaña...». Está empeñado en denunciar los servicios sociales que están gestionados por empresas privadas y exige que las instituciones públicas se hagan cargo de este asunto.
Le han dado patadas y puñetazos por la espalda. Hoy sigue durmiendo con personas sin hogar por elección, para hacerlas visibles. Por eso también ha escrito un libro, ‘Sin techo’ (Editorial Deskontrol). «Me encanta pasar la noche con ellos, estar cerca. Pero, después de los ataques, ya no me atrevo a hacerlo en la calle. Ahora estoy de okupa».
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