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ICÍAR OCHOA DE OLANO
Viernes, 19 de enero 2018, 07:39
Los estadounidenses ya no mueren mayormente en accidentes de tráfico o consumidos por un cáncer, como nos ocurre a los europeos. Ni siquiera los tiroteos homicidas que se registran cada dos por tres en sus calles, parques o colegios lideran las defunciones. Nada ... allí aniquila a más ciudadanos que los opiáceos. A lo largo del día de hoy, 175 personas fallecerán de una sobredosis en algún rincón de esa colosal nación, lo que significa que, cada dos semanas y dos días, el peaje de víctimas letales que se cobran las drogas equivale a un nuevo 11-S. El cómputo anual de caídos por esa adicción fatal se dispara a 64.000, unas 6.000 vidas más de las que les costaron las casi dos décadas de guerra con Vietnam. Si aún no se hacen bien a la idea de las dimensiones monstruosas del drama, borren la ciudad de Zamora del mapa. Y, así, cada doce meses.
Los opiáceos son medicamentos que imitan la actividad de las endorfinas, las sustancias que produce el cuerpo para atenuar el dolor. Por eso, su uso resulta esencial para los cuidados paliativos, el postoperatorio tras una cirugía mayor o después de un accidente grave. De estos fármacos, que solo se consiguen mediante receta médica, unos están hechos de opio y otros son completamente sintéticos. Los que se prescriben con más frecuencia en Estados Unidos son la oxicodona y la hidrocodona, que se clasifican como semisintéticos porque se sintetizan a partir del opio. Exactamente igual que la heroína. Tanto es así que el cerebro no sabe distinguir los efectos de cualquiera de esos dos medicamentos de los que produce el 'caballo'. Para él, son idénticos.
Conseguir allí una receta de estos fármacos es coser y cantar. A menudo basta una lumbalgia, un dolor de muelas o una migraña para que el galeno de turno extienda un analgésico narcótico. Se estima que al menos la mitad de las recetas que se prescriben en el país para mitigar el dolor contiene algún tipo de opiáceo. Cuando ese tratamiento se extiende durante un mes, un tercio de los pacientes se engancha.
Hasta 2011, la mayoría de las defunciones por sobredosis de opiáceos involucraban a sustancias recetadas. A partir de entonces, esos fallecimientos se estabilizaron mientras que las muertes por sobredosis de heroína empezaron a crecer sin control. Entre la víctimas, muchos jóvenes blancos adictos al 'caballo'. Pero, sobre todo, pacientes que, necesitados de su 'medicamento', se lanzaron en brazos del mercado negro, que no exige recetas y está abierto las veinticuatro horas para despachar heroína, una alternativa eficaz y más barata a los analgésicos narcóticos con los que trataban su dolor.
El 'revival' de esta droga y su floreciente demanda han propiciado otro fenómeno aún más mortífero, la adulteración de las sustancias. En 2017, un estudio canadiense -país donde los casos de sobredosis por opiáceos también han experimentado una trágica escalada- reveló que el 80% de la droga comercializada allí estaba mezclada con fentanilo. Se trata de un opiáceo para tratar el dolor asociado al cáncer, entre otras enfermedades, cincuenta veces más poderoso que la heroína, hasta cien más que la morfina, y que hace apenas veintiún meses se llevó a la tumba al cantante y músico Prince. Ya un año antes, los forenses estadounidenses habían constatado que el número de cadáveres que dejaba ese veneno sintético, fabricado de forma legal por algunas farmacéuticas, era superior al que se cobraban los opiáceos recetados y la propia heroína.
Con esta devastadora lacra sobre la mesa, erigida en la primera causa de muerte de los estadounidenses menores de 50 años, el presidente Donald Trump se ha visto forzado a dar un paso al frente. Con retraso y más tibio de lo que se anhelaba, ha declarado la epidemia de los opiáceos «emergencia de salud pública». De haber optado por la «emergencia nacional», la Administración habría tenido a su alcance más herramientas y fondos económicos extra para combatirla.
Al otro lado del Atlántico, un país de la Europa meridional que en extensión viene a ser la mitad de Dakota del Norte no se estremece con las pavorosas cifras de muerte que trae el océano. Portugal sufrió en sus carnes una de las peores epidemias de heroína del mundo desarrollado. En la década de los ochenta, el 1% de la población era adicto a esta droga. No había una sola familia, ya fuera de mineros o de banqueros, que no tuviera un pariente, amigo o vecino muerto por un 'pico'. En paralelo, las tasas de sobredosis e infecciones por VIH treparon hasta ratios nunca vistos antes en Europa.
Cara y cruz. En la década de los ochenta Portugal sufrió una de las peores epidemias de heroína del mundo desarrollado. El 1% de la población era adicta. En 2001 dio un vuelco a su política antidroga y ahora es la última en la tabla.
175 personas mueren cada día por término medio en algún rincón de Estados Unidos víctimas de una sobredosis. En esas mismas veinticuatro horas, el número de defunciones por la misma causa que se registra en toda Europa, incluida Turquía, asciende a 23.
De criminales a enfermos. Mientras que en Estados Unidos el sistema (que es el que a menudo les convierte en adictos a través de recetas médicas de opiáceos) los criminaliza, Portugal les ha convertido en pacientes. Y, como tales, les procura atención sanitaria y social para tratar de que se rehabiliten y se inserten en la sociedad.
1.000. consumidores atiende hoy la red de 22 centros que el Estado portugués impulsó hace 17 años para tratar a los adictos. Los llamados CDT (Comisiones para la Disuación de las Toxicomanías) están integrados por un médico, un abogado y un trabajador social.
Rehabilitación inaccesible. Pese al fuerte aumento de la adicción a los opiáceos en EEUU en la última década, la Administración apenas ha incrementado las partidas dirigidas a procurar tratamientos asistidos con medicamentos a los enfermos. Es más fácil allí conseguir analgésicos con opiáceos que iniciar una rehabilitación.
3 muertes anuales por sobredosis se registran en Portugal por cada millón de habitantes en la actualidad, diecisiete años después de que el Gobierno pusiera en marcha una audaz política antidrogas. En Suecia se contabilizan 69; en Alemania, 17; y en España, 12.
Consumo personal. Portugal y España despenalizaron el consumo y la tenencia de estupefacientes para uso personal, pero sus legislaciones son distintas. La lusa fija en 15 gramos de cocaína o heroína los que se pueden poseer para consumo propio para 10 días; en 20 gramos si es cannabis. La española no habla de cantidades.
40% es el porcentaje de casos atendidos por Proyecto Hombre a causa de la adicción al alcohol. Esta es la droga más consumida en España, la más aceptada socialmente y, también, la que provoca el mayor número de entradas a alguno de los centros de desintoxicación del país.
Ante un panorama cada vez más atroz, el Gobierno socialista de Antonio Manuel de Oliveira encargó en 1999 a un equipo de expertos liderado por el médico Joao Goulao la elaboración de un plan estratégico que pusiera fin al desastre. Dos años después, el país luso ponía en práctica un audaz programa que invertiría la guerra convencional contra las drogas. El Ejecutivo luso ordenaba la despenalización de la posesión y el consumo de todas las sustancias ilícitas -fue el primer país en hacerlo- y decidía destinar a ofrecer tratamientos a los adictos el dinero que antes había empleado en perseguirlos. Ya no habría yonquis. Solo ciudadanos con trastornos de adicción. Así, en lugar de arrestar a quienes eran sorprendidos con un suministro personal de sustancias estupefacientes, los consumidores empezaron a recibir una advertencia, un pequeña multa y la recomendación de acudir a una novedosa comisión local. Allí, un médico, un abogado y un trabajador social les explicaban los tratamientos a los que podían -y pueden- acceder, los servicios disponibles para ellos y las fórmulas para reducir los daños ocasionados por sus adicciones.
La crisis de los opiáceos pronto se estabilizó y, en los años siguientes, se registraron descensos drásticos en el consumo, así como en todos los parámetros relacionados con las drogas, como las infecciones de hepatitis o VHI, los delitos o los encarcelamientos. Diecisiete años después de aquel cambio político y cultural, Portugal lidera por la cola el ránking de países europeos más castigados por el consumo de drogas. Hoy tan solo contabiliza tres muertes por sobredosis por cada millón de habitantes al año, mientras que en Suecia se producen 69, en Alemania 17, en España 12 y en Estados Unidos... unos 200.
Con estos números de fondo, ni la Fundación de Ayuda contra la Drogadicción (FAD) ni la Asociación Proyecto Hombre, dos de los grandes referentes nacionales en materia de drogas, ponen en cuestión los méritos del vecino luso. Pero sacan brillo a los españoles. «Al igual que en Portugal, aquí también se procedió a la despenalización del consumo y de la tenencia de sustancias para uso propio ya en los ochenta, cuando se diseñó el primer Plan Nacional contra las Drogas, en colaboración con varias ONG, para fijar las pautas de comportamiento. Y los resultados son muy buenos», resalta Elena Presencio, directora de Proyecto Hombre.
Aun así, hay diferencias entre la legislación lusa y la española. Mientras que la primera establece las cantidades máximas que se pueden tener para consumo personal -15 gramos de cocaína o heroína para diez días; 20 si se trata de cannabis-, la segunda no lo determina. Si el consumidor es un adicto o no, depende del criterio del policía de turno o del magistrado que, llegado el caso, valore la causa durante el juicio.
«A Portugal habría que ponerle una matrícula de honor en comunicación de sus acciones en materia de antidrogas, cosa que aquí no sabemos hacer», dice sin ironías la directora técnica de la FAD, Eulalia Alemany. «Sus datos son aún mejores que los nuestros, pero los escenarios de partida no son comparables», agrega.
Aun así, hay márgenes para la mejora. «Aunque en nuestro país existen buenos programas de prevención, no se invierten los recursos suficiente. Se necesita más para llegar a todos los colegios. En materia de prevención de drogodependencias no valen las charlas puntuales. Los programas deben mantenerse durante todo el curso», enfatiza Presencio. «Más del 40% de nuestros jóvenes afirma que le compensa emborracharse pese a los riesgos que asumen», añade.
Frente a la advertencia de algunos expertos de que la pandemia de heroína de Estados Unidos acabará por llegar a Europa, ambas recalcan que ningún indicativo lo corrobora por el momento. «Los sistemas de alerta temprana que tenemos en este país son punteros y ninguno ha detectado incrementos en el consumo de heroína. Este se mantiene residual. Hay que estar atentos, pero de momento no nos preocupa», enfatiza la directora ténica de FAD.
En la misma línea se expresa Presencio. La asociación que dirige pulsa cada año a 3.000 de las 17.000 personas a las que procuran tratamiento y rehabilitación en alguno de sus veintisiete centros y «el porcentaje de drogodependientes que vienen por opiáceos y heroína es bajísimo. De en torno al 5%». «En España lo que está provocando problemas es el alcohol y la cocaína, que nos generan el 40 y el 30% de la demanda de rehabilitación, respectivamente», desvela. Los estragos que el alcohol causa en la sociedad española han dejado de ser por fin banalizados. En la Estrategia Nacional sobre Drogas 2017-2024, el Gobierno español lo ha incluido por primera vez como una «droga legal».
Lisboa es un ir y venir de delegaciones oficiales y de ONG internacionales que acuden para visitar el Servicio de Intervención de Comportamientos Adictivos y Dependencias (SICAD). Quieren saber cómo libró este pequeño país europeo su particular batalla contra una catastrófica oleada de drogadicción, la venció y se las sigue arreglando para mantener unos ratios ínfimos. Las respuestas las tiene su director, el médico Joao Goulao, coordinador nacional de la lucha antidrogas de Portugal desde 2001.
– ¿Cuáles han sido las claves del éxito?
– La más importante fue dejar de enfocar el problema desde un punto de vista judicial y hacerlo desde uno clínico y social. Es decir, dejar de considerar al usuario de drogas como un delincuente y tratarlo como un paciente, una persona enferma. A partir de aquí, diseñamos un paquete de soluciones que incluyó la ley de despenalización y, en paralelo, la creación de Comisiones para la Disuasión de las Toxicodependencias (CDT). Tenemos 22 en todo el país.
– ¿Cómo funcionan?
– Son consejos administrativos a donde se envía a los usuarios de drogas que han sido interceptados por las autoridades con cantidades que, eso sí, no exceden lo permitido por la ley para consumo personal. Allí hay profesionales de la salud y sociales que evalúan cada situación y tratan de conducir a esas personas hacia el consumo cero. Es importante aclarar que despenalización no es legalización: el consumo y la posesión de drogas todavía están prohibidos. Pero, en ciertas circunstancias, ya no constituyen un delito, con lo que podemos ofrecer al usuario una gama amplia de soluciones.
– ¿Es exportable su modelo a otros países?
– Para que funcione es imprescindible establecer una relación sólida entre las autoridades sanitarias y las judiciales. En Portugal trabajan muy bien. Las autoridades sanitarias desarrollaron las respuestas para tratar a los consumidores y las judiciales tienen más tiempo para atrapar a los traficantes.
– ¿Por qué no se ensaya de forma masiva en países con serias crisis de adicción, como EE UU?
– Lamentablemente, algunos países prefieren mantener el problema de las drogas en el campo de la Justicia en lugar de probar a abordarlo de una manera más humanista.
– Con su currículo, sorprende que esté en contra de legalizar el cannabis. ¿Por qué?
– Hay que distinguir entre su uso con fines médicos y para fines recreativos. No tengo nada en contra del primero. Respecto al segundo, creo que debemos discutir cuál es el papel del Estado en la consideración de cualquier sustancia que pueda ser determinante para la salud; desde el tabaco, la sal o el azúcar, a las sustancias ilícitas.
– La política antidroga de España parece resultar bastante eficaz. ¿Cómo puede mejorar?
– Articulando mejor la red de respuesta clínica y social a los pequeños consumidores para apartarlos del camino de la adicción. Ese es el corazón del asunto.
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