
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Justo ahora, cuando los norteamericanos han logrado doblegar a las legiones de ratones, hormigas y cucarachas que parecían dispuestas a colonizar la Casa Blanca, a ... sus aliados británicos no les queda más remedio que asumir que, tras años amenazando con el desastre, u Parlamento se cae a pedazos.
No es solo que sobre el edificio, sede de la maquinaria política del país (además de una de las postales más icónicas de Londres), planee un enorme riesgo de incendio, que también, es que muchas de las piezas de amianto que guardan sus muros se abren paso a través de sus paredes mientras las tuberías y cables que transportan calor, agua, electricidad y gas, y que fueron instaladas justo después de la guerra y deberían haber sido reemplazadas en la década de 1970, están a punto de dar un petardazo. De que no se trata de ninguna broma da idea el hecho de que los británicos lleven ya un par de años dándole vueltas a la forma de atajar un problema que, de un tiempo a esta parte, no ha hecho más que empeorar.
Con las tuberías de vapor agrietándose y goteando, los expertos alertan del peligro de que este elemento ingrese en la atmósfera a alta presión y elevada temperatura, lo que podría generar una explosión. Según el diario 'The Guardian', esta circunstancia podría ser fatal para cualquiera que ande por la zona, especialmente en un país en el que es ilegal morir en el Parlamento, aunque sea por accidente (la Cámara tiene estatus de palacio de la Familia Real, por lo que una muerte en el recinto obliga a enterrar al fallecido con los honores de los miembros de la Corona).
La lista de incidencias es digna de ser tenida en cuenta. Solo entre 2008 y 2012 el edificio se incendió 40 veces. El año pasado, sin ir más lejos, una luz que no funcionaba en una zona oculta de uno de los techos provocó un cortocircuito que podría haber desatado la tragedia de no haber sido detectado a tiempo. Por eso, cada hora de cada día, cuatro o cinco miembros del equipo de seguridad contra incendios patrullan el palacio en busca de cualquier incidencia.
Por si todo eso no fuera bastante, el palacio está sucio e infestado de alimañas; los baños huelen mal, los drenajes tienen fugas y hay piedras del exterior que no se han limpiado desde que se construyó el edificio en 1840 y tienen una capa de negro alquitranado de tal calibre que está devorando la mampostería.
Cualquiera se pregunta por qué, si la cosa anda tan mal, hace tiempo que no han tomado medidas, más allá de una limpieza superficial que ya se está llevando a cabo. La respuesta, según los analistas británicos, está en las trabas que algunas de sus señorías están poniendo a una posible clausura temporal del Parlamento y su traslado a otro lugar durante el mucho tiempo que se prolongarían las obras.
Las primera estimaciones, después de haber cotejado varios presupuestos, sitúan en 4.800 millones de euros el coste de unos trabajos que durarían seis años siempre y cuando el personal se vaya con la política a otra parte. Si, como exigen algunos, el Parlamento debe seguir con su habitual actividad durante las obras, los técnicos engordan los costes hasta casi 8.000 millones y fijan el final en un horizonte de entre 30 y 40 años.
Alrededor de un vestíbulo central abovedado, irradian decenas de corredores que conducen a las 1.100 habitaciones, siete plantas, 100 escaleras y 31 ascensores del palacio, de los cuales solo uno puede transportar a alguien que necesite silla de ruedas.
El caso es que, más allá del encarecimiento de los trabajos o el tiempo que lleve ejecutarlos, algunos temen que mudarse fuera del Palacio de Westminster pueda alterar sin remedio la política británica. Hay quienes opinan que si permiten que nuevas generaciones de parlamentarios estrenen una nueva cámara, con nuevas atmósferas, nuevas formas de hacer las cosas y espacio suficiente para que todos se sienten, la decisión traerá de la mano nuevos procedimientos y hasta puede que los viejos lores se nieguen a regresar a lo que para los más jóvenes no es mucho más que una tienda de antigüedades. Y es que el Parlamento británico tiene ese aire de club inglés que tanto gusta a algunos súbditos de Isabel II y que otros detestan. Construido para impresionar a propios y extraños, caminando por sus estancias y pasillos no cuesta imaginar a los caballeros de la mesa redonda o a Winston Churchill encendiendo su puro. Ya lo ha dicho enfadado esta semana el diputado conservador sir Edward Leigh: «Esto no es solo un bloque de oficinas. Es el centro simbólico de la nación».
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