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ue, entre otras muchas cosas, el año en el que se constató que Madrid no cabía en Madrid. El confinamiento domiciliario de sus casi siete ... millones de habitantes reveló que la comunidad autónoma constituida alrededor de la capital no bastaba para contener la humanidad que en ella se apelotona. Lo empezamos a notar antes de que se decretara el estado de alarma, cuando los que lo vieron venir y disponían de un techo en otra parte agarraron el coche y salieron disparados hacia allí.
No es ningún reproche: en ese momento todavía había libertad ambulatoria y el que suscribe, que tiene un lugar para trabajar y descansar en Castilla-La Mancha -aunque tan sólo a cincuenta metros de la raya de Madrid- fue uno de los que tomaron esa medida.
Lo seguimos apreciando en los primeros días del encierro, cuando la curva de contagiados y fallecidos en Madrid ascendía en vertical, hasta llegar a saturar la capacidad de tanatorios y crematorios y ofrecernos aquella imagen terrible del pabellón de hielo donde se alineaban los ataúdes. En Madrid, además de la densidad de población en el conjunto del territorio, hay barrios donde en los pisos vive más gente de la que buenamente puede alojarse en ellos, lo que coadyuvó a que la infección, ya antes acelerada por la aglomeración del transporte público y favorecida por la hiperconexión con el exterior vía Barajas, corriera como la pólvora y reventara las urgencias hospitalarias. Que pregunten, por ejemplo, en las de Fuenlabrada, Leganés o Vallecas.
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Estas cifras pavorosas condujeron en seguida a que desde las comunidades limítrofes -que sólo son dos- se cuestionara con poca cordialidad por sus autoridades que se hubiera dejado a los madrileños desplazarse a sus segundas residencias, por el posible efecto de ese hecho en la expansión del virus entre sus respectivas poblaciones. Con ello se obviaba, entre otras cosas, que también había no pocos residentes en esas comunidades que trabajaban a diario en Madrid, que habían podido contraer antes la enfermedad y que incluso podían seguir contrayéndola, si eran trabajadores esenciales y seguían acudiendo a su puesto de trabajo al amparo de las excepciones al estado de alarma.
En Madrid la epidemia alcanzó cotas durísimas. Doscientos noventa y nueve muertos por cien mil habitantes a diciembre de 2022, según las cifras oficiales. No fueron, sin embargo, las más altas. Las dos comunidades limítrofes, por ejemplo, superaron con holgura ese nivel, con trescientos noventa y un fallecidos por cien mil habitantes cada una. También lo rebasaron finalmente Asturias -334-, País Vasco -344- y Aragón -408-, y otras como Navarra y Cataluña -260 y 263, respectivamente- no se quedaron muy lejos. Y, sin embargo, en la memoria de muchos prevalece la idea de que en Madrid se vivió la gran catástrofe, quizá por el impacto del dato sobrecogedor de los fallecidos en residencias de ancianos -once mil-, aunque los números en otras comunidades son igualmente atroces -cerca de ocho mil en Cataluña y más de cinco mil en Castilla y León y de cuatro mil en Castilla-La Mancha, con población muy inferior-. Algún día habrá que aceptar que ante aquella emergencia falló todo, sin perjuicio de que algunos gestores fallaran de una manera más ominosa que otros, como suele suceder en estos casos.
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Luego, con la llamada desescalada, afloró la singularidad madrileña en todo su esplendor. La de la apertura y las cervezas, la de esa cacareada y criticada libertad que salvó a los bares y le llenó de votos el zurrón electoral a Isabel Díaz Ayuso -y es que si uno suma a los parroquianos, a los camareros, a los dueños y a sus respectivas familias, salen muchos sufragios-. Hasta tal punto llegó el asunto, que de toda Europa venían a desparramar en la Villa y Corte -porque, seamos realistas, a los guiris les tira poco salir de la M-30- y el Gobierno central tuvo que aplicarle una suerte de 155 light al madrileño imponiendo restricciones que hicieron saltar en pedazos la famosa cogobernanza, bajo la que otros habían incurrido en excesos de otra índole que nadie corrigió. Supone uno, podría equivocarse, que con ello Moncloa llenó un poco más las sacas de votos del PP madrileño y hundió un poco más al PSM en la sima donde mora desde hace décadas. Nada es más fácil de infundir, ni resulta más peligroso propiciar, que el sentimiento de agravio, y si no que les pregunten a los que desde otros territorios llevan toda la vida explotándolo.
Recuerdo uno de esos días, ya había colegio y habíamos vuelto a nuestra casa de Getafe. Como no se podía salir de la Comunidad Autónoma, las opciones para airearnos el sábado eran limitadas. Elegimos ir a Aranjuez y, después de sudar tinta para soltar el coche, la cola que había para entrar en los jardines del palacio nos disuadió. La constricción gubernamental lo hacía de nuevo visible: Madrid no cabe en Madrid, necesita respirar hacia fuera, lo que invita a una reflexión reposada. Sobre cómo llegamos aquí, sobre la articulación con el espacio colindante, sobre cómo encarar el futuro. Estaría bien que la afrontáramos antes de que se nos venga encima la próxima pandemia.
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Ana del Castillo
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