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Inés Gallastegui
Sábado, 18 de noviembre 2017, 07:30
La belga Sabine Goossens llevaba 16 de sus 57 años viviendo en Zambia y estaba acostumbrada a la fauna salvaje: su perfil de Facebook está lleno de imágenes de leones, monos, hipopótamos y rinocerontes. Por eso nadie se explica que el domingo pasado, en una excursión por el parque nacional de Mosi-Oa-Tunya, muriese aplastada por un elefante enfurecido que cargó contra ella cuando trataba de hacer una foto. Su novio, el holandés Wim van Griensven, intentó salvarla y también fue pisoteado hasta la muerte. No son los primeros. Una semana antes, un guarda de la reserva falleció en circunstancias parecidas. Y dos turistas españoles han perdido la vida del mismo modo en los últimos años. La belleza de los paisajes africanos y la emocionante experiencia de ver de cerca criaturas salvajes en su hábitat atraen cada vez a más turistas, pero a veces la aventura termina en tragedia. «Cuando hay accidentes, se debe a negligencias, bien del viajero, bien de los guías. Hay que cruzar mucho la raya para que un animal salvaje ataque a un ser humano», asegura José Serrano, propietario del campamento Enkewa, en pleno corazón de la reserva de Masai Mara, Kenia.
La palabra suajili ‘safari’, que procede del árabe ‘safar’, significa ‘viaje’ y, aunque hoy en día la naturaleza salvaje es el gancho de destinos turísticos en todo el mundo, sigue estando íntimamente ligada al continente negro. En el periodo colonial, los primeros occidentales que se internaron por las junglas escarpadas y las llanuras eternas lo hicieron con una finalidad comercial y científica. Pero pronto se convirtieron en depredadores de sus tesoros vivos. El safari de caza evoca en nuestro imaginario aventura y romance en medio de la sabana, fuegos de campamento bajo infinitas estrellas, bailes tribales y pasiones arrebatadas que solo justifica el acecho de la muerte. Pero para África y sus habitantes los safaris han significado también violencia y esquilmación.
Con la descolonización, gobiernos y organizaciones internacionales apostaron por el turismo sostenible, se crearon grandes parques nacionales y la actividad cinegética fue prohibida o restringida. Eso no impide que sigan causando estragos los furtivos, con la corrupción como aliada, para alimentar tradiciones tan dañinas como el coleccionismo de colmillos de elefante y tan absurdas como el uso ‘medicinal’ del cuerno de rinoceronte en China.
En los últimos años, el boom de los vuelos internacionales ha situado la aventura africana al alcance de mucha más gente y miles de turistas se han puesto el salacot para emular a los míticos exploradores, sustituyendo el rifle por la cámara fotográfica o el móvil. Y se trata de un destino en auge.
«El turismo de safaris en España es minoritario, pero está consolidado y las agencias especializadas están implantadas desde hace más de diez años», explica Rafael Calderón, presidente del grupo Europa Viajes y directivo de FETAVE, que agrupa a 1.700 empresas del sector. Adiferencia de otro tipo de viajes, en los que el cliente se organiza su periplo comprando vuelos y reservando estancias por internet, en estos el trabajo de los profesionales tiene un valor significativo. Quizá por eso no ha sufrido tanto el impacto de la crisis.
¿Es peligroso ir de safari? «Los destinos que ofrecemos a nuestros clientes son totalmente seguros», asegura Andrés Martí, portavoz de Aventura África, una agencia de viajes a medida para hispanohablantes por el continente africano. Esta es una de las pocas firmas españolas que ofrece viajes a Zambia. «Es un destino demandado gracias a las cataratas Victoria, una de las siete maravillas naturales del mundo, y a la fauna del país», añade Martí, que no ofrece entre sus alojamientos el Maramba River Lodge, cerca de la frontera con Zimbabue, donde ocurrió el ataque del domingo.
Un tesoro que conservar. 2017 es el Año Internacional del Turismo Sostenible. El pasado abril, representantes de 31 países se reunieron en Addis Abeba para conjurarse en favor de una actividad que genere riqueza y empleo para la población local sin destruir el medio ambiente y respetando su cultura.
65. millones de turistas al año recibe el continente africano. Es solo el 5% del turismo global, pero también el que más crece:un 9% en lo que va de 2017, dos puntos por encima de la media del planeta. La Organización Mundial del Turismo calcula que para el año 2030 la cifra de turistas se habrá duplicado
Accidentes e inestabilidad. Las ‘primaveras árabes’ supusieron un frenazo para el turismo en el norte de África, pero no en el centro y el sur. «Al turismo le afecta el vuelo de una mosca –admite Rafael Calderón, directivo de FETAVE–. Pero, en la medida en que se perciben como accidentes, y no como situaciones de riesgo continuado, las muertes causadas por animales no retraerán la demanda».
‘Cazar’ a todas las edades. No hay un perfil tipo de quienes eligen esta modalidad vacacional –son personas de todas las edades, desde veinteañeros hasta jubilados, incluidas familias con niños–, pero sí tienen cierto nivel adquisitivo. Eso sí, nada que ver con los safaris de caza: la tarifa por matar animales en libertad en África oscila entre los 600 euros por un ñu hasta los 63.000 por un león.
1.700. euros por persona cuesta el safari más barato, cuatro días en Kenia con todo incluido, pero hay circuitos de lujo, a medida, que cuestan diez veces más. Los vuelos, las entradas a los parques y la logística –todoterrenos y guías– son caros. Mantener en África los estándares hoteleros europeos es costoso.
Un viaje de sensaciones. «Nunca he visto un cliente defraudado. Siempre supera sus expectativas», asegura Javier Mencía, de Explora Safaris. El contacto con la naturaleza y la experiencia única de contemplar a los animales en su hábitat son inigualables, precisa. En Enkewa Camp, José Serrano se esfuerza por ofrecer un entorno que evoca los antiguos campamentos de cazadores, pero sin armas. La aproximación a las costumbres y tradiciones de los masai, puestas de sol espectaculares y viajes en globo para apreciar desde el cielo paisajes que quitan el aliento completan la oferta de actividades. Los depredadores están más activos al amanecer y al atardecer, por lo que las excursiones para verlos, en todoterreno con guía y rastreador, parten aún de noche.
En este mismo país, una joven malagueña que llevaba varios veranos viajando a África para colaborar con una ONG murió en julio de 2009 en una estampida de elefantes en el parque natural de Luangwa, a 600 kilómetros de la capital, Lusaka. Y el verano pasado, un alcarreño de 57 años falleció arrollado por una manada de paquidermos en el parque de Chubura-Cherchera, en Etiopía. Las versiones sobre lo sucedido son contradictorias. Testigos locales declararon a la prensa que el grupo había estado de juerga la víspera hasta altas horas de la madrugada, que la expedición incluía una dura caminata de tres horas y que los guías, que iban armados con escopetas de poco calibre, no conocían bien la zona. La familia negó cualquier conducta irresponsable por parte del fallecido.
«El elefante es un animal con una paciencia extraordinaria. Para cabrearlo tienes que darle mucho la lata», ilustra Javier Mencía, propietario de la agencia especializada Explora Safaris, quien matiza que es difícil opinar sobre un caso tan delicado como el del español o la pareja fallecida el domingo sin haber estado allí. «Tengo miles de fotos, muchas de ellas con crías, y nunca he visto una actitud agresiva. El elefante da mil avisos antes de efectuar una carga: si se siente amenazado, empieza a bufar y a mover las orejas de atrás a delante, la cabeza, la trompa... En Sudáfrica vi a un grupo de jóvenes atosigar a uno. ¡Santa paciencia! Hasta yo les hubiera dado», recuerda.
José Serrano lo corrobora. «Hay que saber interpretar el lenguaje corporal de los animales. Ellos no tienen ningún interés por los humanos. Nos tienen miedo, y su primera reacción es alejarse», afirma el empresario, que regenta un alojamiento de cinco tiendas de lujo enclavado en Masai Mara, contiguo al Serengueti tanzano. Él ha tenido media docena de encuentros con felinos, a menos de diez metros, y jamás ha sufrido ningún daño: «Si tú no le intimidas, el león no te interpreta como alimento. Sigue su camino».
De hecho, Enkewa Camp, que se encuentra a 45 minutos en coche de la aldea más cercana y a tres horas de la ciudad de Narok, ni siquiera está rodeado de vallas. ¿Cómo protege a sus huéspedes? «Tenemos seguridad masai 24 horas», cuenta el empresario, quien matiza que, en realidad, los antiguos guerreros que trabajan para él están más pendientes de las necesidades de los clientes que de alejar a las bestias: «Mantienen la distancia: no piensan en convertir a un turista en su cena».
Otra hipótesis es que el turista español no viera venir el ataque: los paquidermos lo sorprendieron por detrás, en una zona boscosa que, según algunas fuentes, es territorio habitual de los furtivos. Quizá, con su prodigiosa memoria, estos animales territoriales y protectores de sus crías mostraran una agresividad inhabitual en la especie porque, para ellos sí, los humanos son una amenaza. El cuerpo quedó destrozado.
Por eso la experiencia y el conocimiento del terreno por parte de los guías es clave. En cada safari, Enkewa Camp lleva a un guía y un rastreador masais que conocen cada palmo de su región y a todos los animales que viven en ella. «Cuando ven un guepardo, saben qué guepardo concreto es y cómo actúa», afirma Serrano, que desconfía de las expediciones organizadas desde la capital, Nairobi.
Ambos expertos aseguran que, en general, los turistas son respetuosos con el medio ambiente y con las normas de seguridad. «Son gente que ha pagado un alto precio para hacer este viaje y que suele mostrarse receptiva a las normas», señala Mencía.
El protocolo de seguridad pasa, básicamente, por obedecer las indicaciones del guía y no bajarse del vehículo durante los trayectos. Si el safari incluye un tramo a pie, hay que guardar las distancias, sin desviarse de la senda; no es aconsejable acercarse de forma sigilosa a un animal para sorprenderlo, intimidarlo con ruidos o voces, tocarlo o acosarlo, porque si se asusta percibe al humano como una amenaza. Y se defiende.
Hace dos años una joven norteamericana desoyó la orden de mantener subida la ventanilla del coche en un parque sudafricano: la bajó para hacer una foto y una leona la hirió de muerte. ¿Por qué hay turistas que ignoran las señales de peligro? Mencía, que viaja dos o tres veces al año al continente negro y nunca se cansa, cree que, para algunos, hacer un safari es un sueño irrepetible –por lo caro–; por eso tratan de exprimir el instante sin valorar los riesgos. Error. Quienes viven para contarlo, recuerda, tendrán siempre a África en la memoria.
El concepto de safari se popularizó en Occidente a comienzos del siglo XX con la misión del Smithsonian liderada por Theodore Roosevelt, recién salido de la Casa Blanca, por África central. Para surtir de material al Museo Nacional de Historia Natural de Washington, más de 11.000 fieras fueron abatidas. Otras 300 se las comieron los expedicionarios.
Hoy en día se puede cazar a cambio de fuertes sumas de dinero en reservas de Sudáfrica, Zimbabue, Zambia, Botsuana, Namibia y Tanzania; en Kenia está prohibido. Pero los míticos ‘cinco grandes’ de las cacerías clásicas se han importado también a los safaris incruentos. Hoy en día los trofeos más codiciados por los viajeros son fotografías o vídeos de leones, leopardos, elefantes, rinocerontes y búfalos. Otra de las atracciones para los amantes de la vida salvaje es la gran migración, la mayor concentración de herbívoros del planeta: al llegar la estación seca, un millón de ñus, medio millón de gacelas Thompson y Grant y cientos de miles de cebras recorren 3.000 kilómetros desde la ‘llanura infinita’ de Tanzania hasta Masai Mara, en Kenia. Los gorilas de Ruanda y los flamencos del lago Nakuru, en el valle del Rift, en Kenia, son otros reclamos.
Pero la vida salvaje no termina en África. Asia está llena de espectaculares paisajes a los que se puede acceder a través de agencias especializadas para ver tigres en la India, elefantes en Indonesia, orangutanes en Borneo, leopardos en Sri Lanka, tigres siberianos en el extremo oriental de Rusia o el leopardo de las nieves en la región central. También América es un paraíso para ‘disparar’ a animales exóticos como los jaguares de El Pantanal en Brasil, los cocodrilos de Costa Rica y las iguanas de Galápagos. En Oceanía lo típico es ‘capturar’ canguros, zarigüeyas, ornitorrincos, dingos y diablos de Tasmania. Quienes no dispongan de presupuesto para emprender largos viajes tienen al alcance del objetivo a los ‘cinco grandes’ locales: el oso, el lobo, las águilas real e imperial y el lince ibérico.
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
José A. González y Álex Sánchez
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