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Ainhoa de las Heras
Martes, 18 de marzo 2025, 09:06
«Uno amanece y no sabe lo que le va a traer el día». Edwin Geovanny Castillo, de origen hondureño y 49 años, lleva 17 ... viviendo en Bilbao, pese a lo que no ha perdido ese dulce y literario acento latino. Había quedado como cada día a las ocho de la mañana con dos compañeros. Le recogieron junto a su casa, en el barrio de Basurto, en la furgoneta de la empresa Solar Power Import, de hostelería y reparación de maquinaria, en la que trabajan. Ayer les tocaba acudir al bar La Parada de la estación de Abando, aunque Edwin no llegó. De camino, le surgió una tarea más importante, salvar a una persona de las llamas.
«Íbamos por Autonomía y nos tocaba pasar por esa calle. Al doblar la calle vimos un gran humazón y a un vecino pidiendo auxilio por la ventana, en la primera planta» de un edificio. Enseguida, Edwin recordó que en la parte trasera del vehículo llevaban una escalera de obra. «¡Para, para!», le gritó al conductor. Una vez que la furgoneta se detuvo, él se apeó. «¡Ayúdame a desplegarla, Jon!», le pidió a su compañero. Enrique Izarzugaza, de 78 años, ya jubilado, que se encargaba de cuidar a su mujer, Begoña, de 73, en silla de ruedas, se asomaba a una de las ventanas de su domicilio, que dan a la esquina de las calle Labayru y Doctores Carmelo Gil, cerca de la plaza de La Casilla, en busca de ayuda. Desde la acera, un grupo de personas le aconsejaban «que sacara la cabeza para respirar y le daban apoyo moral». El viento movía la columna de humo negro hacia un lado y otro. Desde abajo también se apreciaban las amenazantes llamaradas que devoraban la vivienda.
«Ni pensé que me podía pasar algo. Estaba allí y tenía que actuar. Había una persona en peligro y encima era mayor. Por intentar salvar a un animal, me ha mordido la mano. ¡Cómo no lo voy a hacer con un ser humano!». Edwin colocó la escalera en la fachada, justo bajo el mirador, con la ayuda de su compañero y otra persona. «¡Que alguien suba!», animaba el público, «pero nadie se atrevía». Salvo Edwin. El trabajador trepó hacia arriba, peldaño a peldaño, y se coló en la vivienda saltando el ventanal. Accedió a una habitación contigua a la que ocupaba Enrique. Él llevaba puesto el uniforme del trabajo, donde guarda una linterna. «¡Señor, ya estoy aquí. Venga!», le animaba Edwin. «Me le eché al hombro y le puse en la escalera para que bajara». «Estaba malito, tenía quemaduras en la cabeza, sobre todo en el pelo. Yo creo que porque había intentado apagar el fuego». Pero dentro aún quedaba su mujer.
«Encendí la linterna, pero con el humo negro no se veía nada. Yo la hablaba y escuchaba como daba golpes a la pared con los nudillos». «Señora, ¿dónde está?», le preguntaba. No conocía la vivienda, pero intentó atravesar la humareda. «Iba hacia donde escuchaba el ruido, piso adentro, pero no aguanté y tuve que echar para atrás». Tragó humo y empezó a toser. Necesitaba asomarse a la ventana y respirar aire limpio. «Pude salvarle a él y salvarme yo, pero me quedo con el pesar de no haber podido auxiliar a la mujer», confiesa. Todo ocurrió en «una fracción de segundo». Hablando después con los policías y los sanitarios, estos le advirtieron que no habría podido ayudarla, ya que tenía gran corpulencia y estaba inmovilizada. «Si estoy allí unos minutos más, hubiera muerto».
Al bajar de nuevo a la calle, el equipo sanitario estaba atendiendo al hombre, sentado en un banco. Edwin tenía intención de recoger la escalera para marcharse a trabajar, pero los policías le pidieron que la dejara aún por si acaso. «Yo les decía que estaba bien, pero escupía y salía negro. No me dejaron marchar. Me pusieron oxígeno», recuerda el hombre. «Los ojos me arden todavía», dice horas después en una charla con El Correo. Edwin fue trasladado al hospital de Basurto, donde le realizaron analíticas y placas para descartar cualquier complicación por la inhalación de monóxido de carbono. Tenía algo de hollín en el sistema respiratorio, pero le dieron el alta a las once y media de la mañana. Ya en el hospital, supo que la mujer había fallecido y que el hombre se encontraba en estado grave.
Sus compañeros le felicitaron por su hazaña. Su jefe le llamó por teléfono para interesarse por su estado. Mañana, cuando vaya a currar, le llevará el justificante del hospital, aunque no sea necesario. El hombre acaba de conseguir recientemente su primer permiso de residencia y ya tiene un contrato laboral, después de años trabajando en prácticas a través de la fundación Sartu. «El que persevera, alcanza», sonríe. Se siente «un bilbaíno más» y sabe que si volviera a encontrarse con la angustiosa escena de la mañana, volvería a repetir los mismos pasos. Su ilusión ahora tiene fecha. Dentro de dos años podrá acceder a la nacionalidad española.
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