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Joâo Calada, pescador de sardinas en la costa de Torreira, midió con su vara enrejada el nivel de la marea alta de setiembre, creyó en los augurios y vendió su casa. Lo conocí en aquella playa portuguesa en plena faena de jábega, aguijoneando él ... los bueyes que arrastraban pesadamente la red cargada de un motín plateado, masa de peces agonizantes descargados al fin sobre la arena. El patrón Calada llevaba más de treinta años en esa faena, arar el mar la llamaba él; había colgado aquel mismo amanecer el cartel de la venta sobre la fachada de su casa, solitaria y humilde en lo más alto de la duna, obedeciendo el vaticinio de un sueño, según contó. Alegó también la inundación reciente de los barrios costeros de Espinho y Aveiro, así como la invasión de tractores con mucho brío y escaso sentimiento, que sustituyeron a los bueyes en el tiro de la jábega. Tanta mudanza en aquella latitud ibérica, cruzada además por una falla tectónica, alarmó al pescador y malvendió su casa sin remordimiento.
Cuentan los indígenas arabelas, pobladores de las riberas del río Curaray en la Amazonía peruana, que entre las ramas finas de los árboles más viejos se esconde un demonio llamado Asihngo, supuesto exterminador de la vida en la foresta. Se aleja de los bosques cuando calienta el sol y es arrojado a gritos por las almas buenas. La selva amazónica impenetrable se vuelve misteriosa, violenta, así que conviene dejarse llevar por guías prestigiosos. Pepe Álvarez, biólogo sentimental nacido en tierras fluviales del Reino de León, lleva toda una vida atisbando la piel de la selva. Sostiene que aquel bosque enormísimo de aguajes, huayra, lupunas, cedros, cumalas, moenas y caobas es la mejor fábrica de reciclaje de CO2 en el planeta, y que si se destruyese aceleraría el efecto invernadero y provocaría un agravamiento del cambio climático. La cuenca amazónica, un océano fluvial que regula el clima del Atlántico occidental y de toda Sudamérica, acumula la quinta parte del agua dulce del mundo. Y la temida disminución de la lluvia en la Amazonía tendría efectos globales si no cesan los ataques de petroleros y madereros a esa selva virgen.
Ante la escena dramática y cada vez más frecuente de los desastres provocados por la naturaleza desatada en todas las latitudes del planeta, la amenaza del cambio climático se ha convertido en una pesadilla de la cual no se conoce el desenlace, y también en el mayor reto a la supervivencia desde la aparición de la especie humana sobre la Tierra. Entre la fe religiosa y la razón científica, ese temor a la autodestrucción de la humanidad se acrecienta cuando el empuje se desborda a una escala inusitada y su poder devastador arrasa pueblos y ciudades. El océano se alza en huracán, como si las reglas que rigen el agua, el aire y la temperatura se hubieran desquiciado.
Solo los necios desprecian que esa rebelión de las fuerzas naturales sea casual e incluso transitoria, en contra del pronóstico creciente de una catástrofe final del planeta antes de medio milenio. Un iceberg fracturado, un bosque en llamas o un huracán que arrastra su estela destructora durante varias semanas son el indicio cierto de catástrofe, porque muestran el desgarro de un equilibrio ecológico difícilmente sostenible si se mantiene la agresión para asegurar una forma de vida basada en el desgaste de los recursos de la naturaleza y en el consumismo sin límites.
A pesar de la experiencia acumulada en la zona del Caribe durante los últimas décadas, el caos provocado por el huracán 'Irma' ha demostrado que la improvisación humana y la misericordia divina son por ahora las únicas herramientas para doblegar esa embestida gigantesca. Es cierto que la previsión de la meteorología y las nuevas normas de construcción en algunos de los países castigados han reducido el número de víctimas mortales, pero se mantiene intacto en el reducto del poder económico global el postulado ciego de que el cambio climático es solamente una teoría alarmista, defendida solo por ciudadanos visionarios y científicos ofuscados en el sacrosanto ejercicio de la profecía.
A grandes males, grandes remedios. Tomemos el caso de la potencia norteamericana enfrentada hoy a dos grandes retos que ponen en peligro a la humanidad entera, aunque ambos están muy relacionados con el gran negocio y poco con las opiniones de la gente: una guerra nuclear, esta vez incitada por la dictadura medieval de Corea del Norte, y el cambio climático puesto en evidencia por las sequías, huracanes, inundaciones, altas temperaturas, alteración de las corrientes marinas y fusión creciente de los casquetes polares a causa del efecto invernadero. Ante ese caos anunciado, el presidente Donald Trump ha tomado partido poniendo al frente de la NASA y de la Agencia para el Medio Ambiente a dos negacionistas de ese peligro climático. Según la teoría del gobernante procaz, esas dos amenazas son de baja probabilidad y de escaso impacto. Trump se ha embarcado por eso en un plan de negocio militar y se dispone a gastar miles de millones dólares en nuevos sistemas antimisiles, buques de guerra, ciberdefensa y otros juegos de guerra para disuadir al régimen norcoreano, aunque esa confrontación bélica tan desigual aniquilaría a una dinastía aterradora que condena a la esclavitud a la mayor parte de la población de aquel país.
El calentamiento de la Tierra es un fenómeno complejo que se manifiesta en entornos muy concretos: desajuste de sequías y de lluvias, huracanes y monzones con una fuerza antes alcanzada solo una vez cada siglo, aumento general de las temperaturas… Esa estridencia del clima es percibida a lo largo y ancho del planeta por gentes sabias como el pescador con bueyes Joâo Calada y el ornitólogo Pepe Álvarez, quien tiene bautizadas tres nuevas especies de pájaros en la Amazonía. En Torreira, las dunas se alejan más y más del mar, huyendo no se sabe de qué hecatombe. ¿Es ese el fin del mundo? –Depende, sentencia compasivo el pescador.
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