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. «Llegué a esta casa con diez años. Aquí hemos crecido yo, mis padres, mis hijas y mis nietos». A Engracia Pereda, de 61 años, ... se le caen las lágrimas cuando se detiene en todos los rincones del que siempre fue su hogar, un caserío granate en el barrio de El Salto, en Barreda, municipio de Torrelavega. La bicicleta con la que media familia aprendió a pedalear, la virgencita que le regalaron de niña las monjas del colegio, aquel rincón perfecto para ganar al escondite, los vinilos y hasta la higuera que plantó «hará veintitantos años» y de la que se han colgado ella, los niños y hasta los gatos cuando el vecindario era apenas un camino a través del verde.
Todos estos recuerdos funcionan ahora como puntos ciegos, lugares donde puede abstraerse, retener medio siglo de momentos felices y, sobre todo, olvidar que hace dos años sus planes de vida se dieron de bruces con el interés común por un tráfico más fluido en la capital del Besaya: su vivienda será derribada tras no haber podido esquivar el trazado en los planos del Ministerio de Fomento para el nuevo ramal de continuidad en la A-67, entre Sierrapando y Barreda-Polanco. Lo resume así su vecino y también afectado, José María Iglesias, de 64 años:«Pensábamos acabar nuestra vida aquí, pero esta obra lo ha trastocado todo».
Dejado atrás el «limbo» que fueron las expropiaciones, las máquinas echarán abajo sus paredes en cuanto cierren la puerta por última vez, en las próximas semanas. También las de José Valencia, de 75 años y cuñado de José María, otros de los últimos moradores de El Salto, un barrio amputado por la mitad debido a un proyecto que afecta a 388 fincas, la mayoría suelos rústicos.
Aunque no todos. El ruido de las excavadoras –de las adjudicatarias Vías y Siec– les recuerda cada día que ellos son la excepción. Los carriles que crean a su paso ya han hecho de aquel prado un barrizal irreconocible, un contorno de tierra a apenas un centímetro de sus huertas, sus atajos y sus rincones favoritos: «No me tires la higuera. La higuera no, te lo pido», revive Graci, atestiguando el día en que una de estas máquinas acechó el entorno de su árbol, el único en pie.
«Los higos que daba... No te haces a la idea. Eran los más ricos del mundo. Los comíamos sin parar, toda la familia». Se seca las lágrimas y sonríe un poco más. Desde que empezó el verano, no ha parado de regalar los frutos de la última cosecha. «Lo damos todo», sigue su marido, Alfonso López, cuando una gata gris diminuta y desaliñada que llegó de la nada hace unas semanas, Lola, se divierte pisando las hojas secas que se acumulan en el garaje. Esta «bebé» se mudará con ellos a su nuevo piso en Cudón, igual que 'Boss', que protege los bienes embalados como buen Terrier. Las bolsas de ropa, objetos y juguetes llenan el porche. «He ofrecido bicicletas, minicadenas... De todo», enumera Graci.
Para ellos, los recuerdos. «Me quedo con las Navidades que hemos pasado aquí, con mi hermana, mis sobrinas, todo el mundo unido. ¡Bueno, si hasta fuimos los primeros que tiraron fuegos artificiales por aquí!», se emociona y señala el lugar donde solían colocar su 'lanzacohetes'. Se queda con eso, «momentos muy gratos y que pasé junto a los míos»; pero también con «aquellas personas que han estado a mi lado».
Durante cuarenta años, desde que se casó, José María tuvo una vista privilegiada de aquel espectáculo pionero de pirotecnia en El Salto. La mudanza no es fácil y, al igual que a su cuñado, Fomento les ha concedido una prórroga para abandonar la casa a finales de octubre. «No nos daba tiempo a todo, a pintar, a sacar muebles», cuenta el vecino, que pasará a vivir en Torrelavega. Tampoco podrá trasladarlo todo a su nuevo hogar. «He vendido la segadora, la desbrozadora, el cortacésped, el compresor, el taladro...», enumera. A su lado, José le pone la mano en el hombro: «Este ha vendido más que yo. ¡He sido camionero, no soldador como él!», y ríen.
Lo hacen mientras caminan a través del terreno en obras. «Las prisas innecesarias» con las que las máquinas han devorado lo que quedaba del campo no han gustado tanto en el barrio. A la mujer de José María no le pudo coger más por sorpresa:«Todo esa zona de arriba la teníamos llena de frutales y el día que llegaron, Marisol estaba cogiendo alubias. Se presentó el 'bulldozer', avanzando por todos lados:¡brrrum! Y claro, bajó llorando y quejándose de las formas. Tuve que subir para pedirles que al menos nos dejaran la huerta para poder coger los tomates y los pimientos».
«Yo creo que lo han hecho para darnos un toque de atención», añade José, encargado de desvanecer con una manguera los trozos de barro que han quedado en el camino: «Ahora parece un pantano». Se lo toma con cierta filosofía, pero recuerda que la Administración «podría habernos dicho que tenían prisa, lo hubiéramos comprendido».
«Como lo que pasó ahí», y señala la carretera que da acceso a la casa de José María, llena de grava. «Una máquina de cadena pasó por encima y claro, la hundió medio metro». El camino ya está arreglado por los operarios, «pero todo esto se podría haber evitado», condena José, al tiempo que da cuenta de los problemas que ha tenido para mudarse con todos los papeles en regla, los trabajos de pintura para el nuevo piso contratados y todos los prolegómenos de su traslado a Puente San Miguel.
Tan fundamental como los recuerdos que dejan atrás es el dinero que los vecinos recibirán por la expropiación. Y lo confirman los tres:la negociación con el Ministerio de Fomento ha sido más bien dura. «En un principio tasaron nuestras casas por un precio muy inferior a nuestras expectativas», lamenta José María Iglesias, uno de los tantos vecinos de El Salto (en Barreda) que ha tenido que escuchar las contraofertas del Estado hasta «tres o cuatro veces». Por fortuna, está satisfecho con el resultado final.
Engracia Pereda no lo está tanto, sobre todo por las formas: «Jamás pensé que el Ministerio pudiera llegar a regatear con el precio de nuestras casas. Resulta que si vas con abogado te ofrecen más que si vas solo. Ha dejado bastante que desear».
Atrás quedan la huerta, los fuegos artificiales y las barbacoas en El Salto. «Ahora vamos a tener que hacer un cursillo de convivencia para aprender a vivir en una comunidad», bromea José. Este sitio, continúa, «era como si fuera nuestro, éramos los capitanes de todo». En su nuevo piso también esperan cosas positivas. Muy cerca viven su hija y su nieta, Rebeca, una de las que mejor ha recibido la noticia. «¡Qué bien! Ahora cuando no me guste la comida de mamá podré ir a comer con los abuelos», reproduce José, con una sonrisa, y termina: «No hay mal que por bien no venga».
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Ana del Castillo
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