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El conformismo y la seguridad son aliados de la vida fácil, pero los peores enemigos del crecimiento personal y profesional. Un país en el que ... su población más joven, mejor preparada y presuntamente más brillante aspira y se esfuerza hasta la extenuación en tener un empleo perpetuo –solo con la fecha de caducidad de la jubilación–, aunque sea perdiendo prestigio laboral y recibiendo una soldada exigua, está condenado a perder mucho talento.
A veces, la desesperación por conseguir un empleo público, puede llevar a minar la fortaleza de las instituciones y dejar anémica a la sociedad. Ser funcionario tiene luces y sombras tanto para el propietario de un puesto de trabajo vitalicio como para los administrados. Henry Ford (Deanbord 1863-Fair Lane 1947, EE UU) patentó una idea que viene pintiparada: «Cualquier persona que deja de aprender es viejo, ya sea a los veinte o a los ochenta. Cualquiera que sigue aprendiendo se mantiene joven». Entre envidia, recelo, y como consecuencia algo de injusto desprecio, se juzga con rigor a los funcionarios: se les tacha de poco productivos; algunos, incluso, de gandules, y posiblemente los menos, reconocen que se trata de profesionales que dejan su talento al servicio de la comunidad.
Casi siempre paganos del desinterés de los políticos, sus 'jefes', más preocupados por no complicarse la vida que por tratar de estimular con su aliento a estos peculiares subordinados, les hacen con frecuencia responsables de su poca habilidad. Juegan con su obligado silencio, aunque, a cambio, reciben con sordina una sentencia no exenta de cierta soberbia: «Los políticos son personal eventual, nosotros (los funcionarios) personal fijo». Eso cuando no se sienten ninguneados por una cohorte de asesores personales que rodean a los que mandan en detrimento de los trabajadores públicos. Al final, todo concluye en una fatal ausencia de motivación.
Extremadamente corporativistas –hoy por ti, mañana por mí–, cumplen su trabajo y nunca se arriesgan en evidenciar a los colegas incumplidores, ausentes e inoperantes, que son a la postre quienes desarraigan a los funcionarios del mundo laboral, expulsándoles a un extraño paraíso. En Torrelavega, los gobiernos municipales se han ido pasando la patata caliente de reformar y completar la nómina de funcionarios, catalogando los puestos, definiendo su ejercicio, concretando su responsabilidad, completando plantillas, precisando sus obligaciones, premiando la productividad, evidenciando sus carencias, impulsando el esfuerzo y dejando de ejercer cierto paternalismo. Y como siempre, quien paga la factura es el ciudadano que espera no ser de esa falta de «in vigilando» –Esperanza Aguirre dixit– la víctima inocente del arrogante y temido «vuelva usted mañana… o pasado».
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Ana del Castillo
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