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Esta es la obra en cuestión.
¿Te aburres, gallego?
El Camino Inglés, de Ferrol a Santiago de Compostela

¿Te aburres, gallego?

O de arte rural contemporáneo, bizcochos y encuentros

Viernes, 18 de agosto 2023, 00:07

Etapa 5

  • Hospital de Bruma-Sigüeiro Un recorrido de 24 kilómetros que nos deja casi a las puertas de Santiago.

Anoche apenas dormí, tan solo conseguí cerrar los ojos un par de horas antes de que sonara la alarma del móvil. Al despertarme, veo las zapatillas tiradas en el suelo y me agoto preventivamente: 24 horas más, 24 kilómetros más. Y luego, que si caminante no hay camino. Aquí te querría yo ver, Antonio, que como broma ya está bien, que llevo varios días entregada a la causa sin un ¡ay!, subiendo y bajando por caminos empedrados y fangosos, convertida en la versión climatérica de Dora la Exploradora.

Me aseo, me visto, me peino (es el último signo de civilización que me queda, que ya he dejado hasta de echarme el contorno de ojos) y me embadurno los pies con crema, una especie de vaselina que crea una película protectora que impide las rozaduras. Funciona: ni una ampolla, ni una irritación. Mientras me aplico la crema, un pensamiento me atraviesa como un rayo: ¡anda, los peregrinos! Casi lo olvido. ¿Habrán sobrevivido a la noche? Aunque me sienta más muerta que viva, yo sí lo he hecho, evidentemente. También mi santo, que se despereza con deleite. Ocho horas ha dormido la criaturica. Ganas me dan de arrearle un bastonazo al tío insolidario.

Corro a la habitación de mis cuñados. Ahí están. Bajamos a desayunar y vemos salir al viejo alemán caminado dos pasos por detrás de su hija, regia y estirada. El padre cuarentón se pelea con la cría para que se tome la leche, y la joven gacela devora una tostada del mismo tamaño que La Coruña mientras Correcaminos le pone ojos golosones. Los diez peregrinitos. Todo en orden. Pero las Diésel siguen sin aparecer. Qué pasará, qué misterio habrá.

Me arreo un desayuno pantagruélico. Entre eso y que en Galicia las consumiciones van con tapa, creo que he pillado un par de kilos. Pero claro, nuestras barritas energéticas son los bizcochos que nos ponen cuando paramos a tomar un café. Y paramos mucho: con la excusa de que nos sellen la Compostelana (y lleva más sellos que el pasaporte de Willy Fog), bar que vemos, bar al que entramos y bollo que nos comemos. Como un tordo me estoy poniendo.

No ha parado de llover en toda la noche, y continúa lloviendo esta mañana. Siento que me invade una bruma negra, la que sigue ahí fuera, la que se me ha metido dentro. Afortunadamente, el recorrido es amable. La bruma se va desvaneciendo, voy recuperando la alegría. Y la alegría se convierte en asombro cuando salimos a la carretera.

Foto artística de mi santo.

A un lado, junto a un bar, nos reciben cuatro maniquíes vestidos de no sé qué. Dos miran un televisor apagado y dos están delante de una mesa hecha con un tronco de árbol. Al otro lado de la carretera, un enorme arco de hierro con dos tractores encima, unas bombillas colgantes, otro par de parejas hechas en un material extraño y un dinosaurio gigante con una muñeca en la boca. Mi falta de conocimientos artísticos me impide disfrutar, adecuadamente, de esta exposición de arte rural contemporáneo, obra de un gallego muy creativo. O muy aburrido. Es tal el impacto artístico y performático que no me habría extrañado en absoluto encontrarme con Marina Abramović en el bar. Pero no, me topo con los rocieros. «Ná, hemos salido hace un par de horillas», nos vacilan. ¿Un par de horillas? ¡Pero si nosotros llevamos cuatro dándole al talón!

El cabreo se nos pasa pronto porque nos van a salir al encuentro Raquel y Cristina, dos de las tres hijas de Antonio e Isa. Llegaron ayer, y quieren hacer la última etapa con nosotros. En cambio su primo, el heredero, sangre de mi sangre, pasó con nosotros tres días en Ferrol y, la mañana en la que comenzamos nuestra andadura, nos dio un beso, nos dijo «Buen Camino», se cogió un avión y se volvió a casa. Parece mentira que estos chiquillos sean de la misma familia.

Allí están mis sobrinas. Han hecho media etapa, pero se las ve fresquísimas; es lo que tiene no haber cumplido los treinta. Nos besamos, nos abrazamos. «¡Estáis hechos unos campeones!», nos dicen. Su condescendencia quema como un hierro al rojo. Ellas desandan lo andado y caminamos juntos hacia Sigüeiro. Se nota que estamos cerca de Santiago: las casas, antes semiderruidas, viejas y en venta la mayoría, ahora son de portada de revista. Es el olor del dinero, que huele mejor que la hierba mojada.

Llegamos al hostal. Afortunadamente para mis cuñados, nos alojan en la planta baja. Los muy inconscientes, en lugar de un tróley cada uno, se trajeron una maleta común. ¡Qué digo maleta! ¡Un maletón! ¡Un féretro! Cinco días llevan subiendo escaleras con el muerto a cuestas. Tampoco le arriendo las ganancias a los empleados de Correos que hayan tenido que transportarla cada mañana de un hostal a otro, que bastante castigo tuvieron ya con las elecciones. Aunque, para castigo, el nuestro: los rocieros están en el hostal. Duchados y comidos. La rabia casi no me deja tomarme la primera cerveza, pero lo consigo. Y también la segunda.

Al fin, descansamos en la habitación. Enciendo el televisor: ya me he acostumbrado a las reposiciones de 'La que se avecina' y a las series norteamericanas generalistas que ven los tíos blancos que votan a Trump. En la 2 de la Televisión de Galicia emiten 'El Camino', una película sobre el ídem protagonizada por Martin Sheen. Está doblada al gallego. Me duermo escuchando a Sheen gritando «Chama á embaixada americana!». Qué cosas.

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