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Seguro que reconoce esta escena: ha tenido un mal día en el trabajo o algún conflicto personal, llega a casa con el estrés o la ansiedad disparados y ataca la nevera. Y no para comer verduras, no. Solo calman esa sensación interior irritante –que nada ... tiene que ver con el hambre real– los peores alimentos para la salud: dulces, un bocadillo de chorizo, patatas fritas.... Pues eso es el hambre emocional que, además, resulta muy difícil de combatir. El problema añadido es que los componentes de esos alimentos procesados estimulan el apetito.
Conocer el origen del problema es la mejor forma de comenzar a resolverlo. «Nuestro cerebro busca una recompensa inmediata frente a los déficits emocionales. Alimentos con elevadas cantidades de azúcar, sal o grasas o potenciadores del sabor como el glutamato monosódico son capaces de enviar mensajes de satisfacción casi inmediatos a nuestra mente», resalta Ivan Fernández, profesor de la UNIR y experto en psicología aplicada. Detalla algunas situaciones que lo desatan.
Conflictos personales. Discusiones y problemas familiares o de pareja pueden generar un vacío emocional importante que se intenta llenar con la comida.
Estrés. Situaciones en las que el trabajo y las obligaciones diarias provocan un agotamiento mental.
Aburrimiento. Muchos estudios relacionan la desmotivación que surge del hastío con la necesidad de buscar estímulos.
La ansiedad y la depresión. Están ligadas con la sobrealimentación emocional. El vacío que generan se intenta llenar con la satisfacción inmediata de la comida. Pero se convierte en un círculo vicioso, pues tras el atracón viene el remordimiento y el malestar.
Existen formas de esquivar esos picos de hambre emocional. «Por ejemplo, he tenido un día malísimo y al llegar a casa me tomo una cerveza, unas patatas fritas o me pongo un bocadillo. Si no me lo tomo, me va a generar estrés. Para romper ese círculo vicioso, lo que hago es darme una ducha calentita cuando llego que me va a generar la misma recompensa que la cerveza, me va a dejar muy tranquilo y le estoy enseñando a mi cerebro, poco a poco, que «hay otras alternativas», señala el nutricionista Pablo Ojeda. Podemos utilizar cualquier otra cosa, actividad o distracción que nos guste. «Tirarte en el sofá a escuchar música, salir a hacer deporte, dedicarte a la jardinería, practicar meditación o yoga», añade Ojeda, autor de 'Comida, vamos a llevarnos bien' (editorial Planeta). Estos son algunos trucos para engañar al hambre emocional.
Practicar la alimentación consciente. «Prestar atención a si realmente tienes hambre cuando comes», apunta la psicóloga Marta Calderero. Consiste en comer despacio, oler los platos, saber qué ingredientes llevan y cómo han sido transformados. Disfrutar de cada bocado. Además, al comer lentamente damos tiempo a sentir la saciedad porque el cerebro tarda más de 20 minutos en percibir que el estómago está lleno. Un consejo: no comer de pie.
Come a lo largo del día. A menudo, los atracones son el resultado de haber pasado hambre durante el día. Lo ideal es comer siempre a la misma hora y no dejar pasar más de cuatro horas entre una comida y otra.
Cuando aparezca la tentación haz algo. «Implícate en alguna actividad que te resulte placentera y que te demande cierto grado de concentración», apunta la psicóloga y profesora de la UOC. «De esa forma desvías tu atención de la comida».
Espera. Ponte una meta, como por ejemplo, comer después de 15 minutos de sentir la sensación de hambre o las ganas compulsivas de picar algo. Poco a poco, tenemos que aumentar ese lapso de tiempo.
Romper asociaciones con la comida. «Por ejemplo, comer mientras vemos la televisión día tras día. De esa forma, se crea una asociación que hará que al estar delante de la tele siempre te entren ganas de comer», señala la psicóloga. Así que lo más aconsejable es no tener distracciones mientras comemos.
Dejar alimentos poco saludables fuera de la vista. Otro consejo de los expertos es mantener a la vista únicamente alimentos saludables, como fruta o verdura, de forma que, en caso de que se quiera comer algo, se tomen decisiones más saludables», añade la experta. Para lograrlo, compra solo alimentos sanos.
Beber agua. Los mecanismos que regulan el hambre y la sed son los mismos, así que nuestro organismo puede estar enviándonos señales equívocas. Cuando sentimos hambre es bueno beber agua fría antes de sentarnos a la mesa.
Platos pequeños. Se trata de un pequeño engaño visual, pero funciona, aseguran los expertos. Si pones la misma cantidad en un plato grande y en otro pequeño, la percepción cambia. Con el plato grande tendrás la sensación de que has comido menos que con el pequeño. Las probabilidades de repetir se reducen.
Hambre emocional Es repentino «Aparece de forma repentina y nos fuerza a darle una solución urgente», señala Iván Fernández. Además, es selectiva: demanda unos tipos concretos de alimentos. Y poco saludables. Este tipo de apetito no genera sensación de saciedad, o sea, seguimos comiendo aunque ya no necesitemos alimento. Otra pista: nos deja una sensación de malestar, de culpabilidad, un sentimiento negativo.
Hambre fisiológico Puede esperar. El hambre fisiológico «es paulatino, va creciendo gradualmente y puede esperar. No demanda urgencia para saciarlo. Atiende a una gama mucho más amplia de alimentos, no es tan 'caprichoso'«, añade el experto. En el momento en el que se cubren las necesidades, dejamos de comer. La sensación final es de satisfacción, sin sentimientos de culpa. Los síntomas físicos también son diferentes. »El hambre real se nota en el estómago. Si aprendemos a escuchar a nuestro estómago, sabremos si está lleno o vacío. Es una sensación fisiológica. Lo que ocurre es que hemos ido 'desconectando' de esa sensación y nos hemos dejado llevar por el placer que proporciona comer».
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