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CARLOS BENITO
Domingo, 21 de junio 2020
Algunas personas dejan disposiciones muy claras sobre lo que quieren que se haga con sus restos. Y, a veces, esos deseos no acaban de encajar con la rutina mortuoria a la que estamos acostumbrados. Este pequeño repaso tiene que empezar, de manera casi obligada, con el filósofo británico Jeremy Bentham, que pidió que se diseccionase su cuerpo y se construyese en su memoria lo que llamó un 'autoicono', expuesto desde mediados del siglo XIX en el University College de Londres. La figura se creó a partir del esqueleto de Bentham, ataviado con su ropa (bien rellena de paja) y rematado por una cabeza de cera: el proyecto original era utilizar la cabeza real, preservada a la manera maorí, pero la cosa salió regular y la efigie del ilustre pensador quedó bastante deteriorada, reseca y ennegrecida, aunque todavía se expuso durante más de un siglo junto al 'autoicono'. La acabaron retirando después de que unos estudiantes la secuestrasen y exigiesen un rescate. Una de las muchas leyendas que rodean a Bentham dice que lo trasladan para que esté presente en los claustros, pero parece que esto solo ha sucedido una vez. Sí que han movido al viejo profesor hace unos meses, en febrero, para instalarlo en una vitrina nueva y cambiarlo de ubicación dentro del recinto universitario.
Sandra West, viuda de un heredero del petróleo, aficionada a la egiptología y figura de la alta sociedad californiana, tenía 37 años cuando murió en 1977 por las secuelas de un accidente y el abuso de drogas. Poco antes había estipulado que su voluntad era descansar junto a su marido, fallecido once años antes, pero fijó unas condiciones muy particulares: debían enterrarla vestida con un determinado camisón de lazos y dentro de su Ferrari 330 America azul, con el asiento «cómodamente reclinado», igual que un faraón con su posesión más preciada. Así se hizo, en una fosa descomunal, con el coche dentro de una caja que se cubrió de hormigón para desalentar a los saqueadores. Seguramente los herederos lamentaron desperdiciar así un vehículo tan hermoso, pero Sandra dejó otros dos 'ferraris', un Stutz Blackhawk, una colección de sellos de medio millón de dólares de la época, otro medio millón en joyas e incluso un carrete de pesca de oro.
Parece lógico que un inventor quiera vincular para siempre su recuerdo con su principal aportación al mundo. Y el químico orgánico Fred Baur, fallecido en 2008, había sido el creador del peculiar recipiente cilíndrico de las patatas fritas Pringles. Su familia respetó su petición de que enterrasen parte de sus cenizas dentro de un tubo de Pringles: de camino al tanatorio, pararon en una tienda Walgreens y «debatieron brevemente» sobre qué sabor de la gama sería el más apropiado. La discusión la zanjó su hijo Larry: «Mirad, ¡tenemos que usar el original!». Y es verdad que, por alguna razón, suena más respetuoso que los de sabor a pizza, jalapeños o pollo asado.
Muchos fans del trabajo de Mark Gruenwald guardan ahora en sus casas una porción, aunque sea mínima, de su cuerpo. El guionista y editor estadounidense desarrolló buena parte de su carrera dentro de la Marvel, el emblemático sello de cómics, y manifestó su deseo de que sus restos se incorporasen a aquello que tanto le apasionaba, los tebeos. Cuando murió en 1996, víctima de un ataque al corazón, sus cenizas se mezclaron con la tinta empleada en imprimir la primera recopilación en tapa blanda del Escuadrón Supremo, que debe de ser lo más parecido en este mundo a reencarnarse en superhéroe.
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