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Patente de corso

Diez mil hombres que buscaban el mar

Arturo Pérez-Reverte

Viernes, 28 de Febrero 2025, 11:27h

Tiempo de lectura: 4 min

Hace casi cincuenta años busqué el mar en compañía de diez mil soldados griegos. En realidad no se trataba del mar, sino de un río y una frontera, y los soldados no eran griegos sino eritreos; que tampoco eran diez mil, porque los bombardeos y la aviación etíope los había reducido a unos pocos centenares. El caso es que con ellos anduve, intentando regresar a casa, durante dos semanas en las que fui, como mis compañeros de aventura, consciente de que derrota significaba aniquilación. En aquel desastre, donde se trataba esencialmente de llegar vivos, nadie cuidó de mí y tuve que hacerlo solo, con los medios de que disponía. Pero llegamos, al fin. Y gracias a eso puedo contarlo.

Lo bueno de leer libros antes de enfrentarte a la vida es que luego, cuando la vida llega, todo te suena de algo

Lo mejor de leer libros antes de enfrentarte a la vida es que luego, cuando la vida llega, todo te suena de algo. Me había ocurrido antes en otros lugares. Desde el principio descubrí, primero con asombro y luego con fascinado interés, que es posible proyectar lo leído en cuanto la vida depara, y eso permite interpretar mejor, reconocer los paisajes y a quienes para bien o para mal los habitan. Es lo bueno que tiene, antes de que el azar te sitúe de verdad allí, haber estado en el vientre oscuro del caballo de madera dispuesto a degollar troyanos, empuñar un arpón en una ballenera del Pequod o esperar, rodeado de cadáveres de amigos templarios, la última carga de la caballería enemiga en los cuernos de Hattin.

En una de las novelas de Alatriste, en plena batalla de las bocas de Escanderlu, alguien pregunta al capitán, que lleva un libro en el bolsillo, para qué sirve eso en una galera, a lo que él responde: «Para soportar días como éste». Y no hay verdad igual. Durante aquellos días de penosa retirada en los que viví con el alma en la boca, sin más sombra que la de mi sombrero, sucio, sediento y con el estómago vacío, con las perneras del pantalón manchadas de una costra seca a causa de los cólicos de sangre –tenía 25 años, hoy no habría sobrevivido–, un libro me serenaba la cabeza, recordándome que sólo vivía algo que millones de seres humanos habían sufrido antes que yo. Que no era tan grave, ni tan dramático, ni tan terrible. Que sólo era la vida, y quizás –consecuencia de esa vida– la común y simple muerte. 

Había sido Gloria, mi profesora de Griego, la que diez años atrás me había hecho leer y traducir a Jenofonte. Y aquel libro, la Anábasis o Retirada de los Diez Mil, me había causado tanto impacto como la Ilíada, la Odisea o el canto II de la Eneida: el relato, contado por uno de los protagonistas, de cómo, tras ponerse al servicio de Ciro el Joven, pretendiente al trono de Persia y muerto en una batalla, un ejército de mercenarios griegos, degollados sus comandantes por una traición, enfrentado al dilema de rendirse o retirarse combatiendo, emprende una dura marcha a través de cinco mil kilómetros de territorio enemigo, luchando sin descanso para alcanzar las orillas del Mar Negro y volver a casa. 

Desde el primer día, con la primera línea que traduje –Así murió un hombre valiente, Cleónimo el espartano, alcanzado por una flecha– Jenofonte ganó mi corazón. He leído su relato innumerables veces, así como los Recuerdos de Sócrates, de quien fue discípulo antes de abrazar el oficio de las armas. Aventurero y escritor, Jenofonte fue su propio historiador, con un estilo sobrio y poco profundo, pero que deslumbra con la sólida sencillez del soldado que supo ser. No esquiva crueldades, saqueos y matanzas, pues tales son los usos de la guerra –Mutilaron salvajemente los cadáveres para que su visión inspirase terror al enemigo–; pero en toda la obra pone de manifiesto con arengas y diálogos memorables, como griego culto y hombre de letras que también era, la utilidad del uso de la razón y la palabra, armas tan adecuadas como el hierro y el bronce de las falanges hoplitas para resolver situaciones difíciles. 

Y bueno, qué diablos. Hay momentos de la Anábasis que todavía me erizan la piel y me ponen un nudo en la garganta, igual que ese primer día. Ha vuelto a ocurrir hoy mismo, cuando para escribir estas líneas he hojeado la edición en griego de Konstantin Matthiä, que desde hace más de medio siglo tengo llena de subrayados y anotaciones, con mi primera traducción escrita con lápiz al margen: De pronto oyeron a los primeros soldados gritar «Talassa, talassa» porque veían el mar. Entonces todos empezaron a correr colina arriba, y cuando llegaron a la cima se abrazaban entre ellos, incluidos generales y capitanes, con lágrimas en los ojos.