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Patente de corso

El hombre que siempre reía

Arturo Pérez-Reverte

Viernes, 14 de Marzo 2025, 11:03h

Tiempo de lectura: 4 min

Era simpático hasta el disparate, de esos seres humanos a los que la naturaleza creó para que susciten alegría en torno a ellos: sonrisas, carcajadas y bienestar. Su bondad era divertidamente contagiosa, despertando en cuantos se cruzaban con él la necesidad instintiva de que los elevara a la ilustre categoría de amigos suyos. Tenía un ojo fuera de combate, inutilizado desde jovencito, pero el otro, el sano, era penetrante, lúcido, agudo. No tenía nada de ingenuo en el sentido convencional y meapilas del término. Se burlaba de todos y hasta de sí mismo con un punto desvergonzado, pícaro, que acentuaba todavía más su encanto. Allí donde iba se convertía en centro de atención, congregando en torno a su humor, su risa, sus ocurrencias, a grupos de amigos, a oyentes fascinados y a camareros fieles que lo adoraban. Era, en esencia, un fenómeno social.

Cuando lanzó en España 'La guerra de las galaxias', llevó en su Seat 600 a Harrison Ford ciego de uvas y a Carrie Fisher vomitando por la ventanilla

No había leído un libro entero en su vida –apenas algunos míos, porque hizo películas con ellos–, y todo le importaba un cojón de pato excepto el paquete y medio de cigarrillos diario, el White Label con coca-cola y el fútbol. Sobre todo el fútbol. Pero nunca veía los partidos en directo porque le subía la tensión y se ponía malo; así que los grababa y luego los veía cuando ya estaba seguro de que ganaba el Real Madrid. En cuanto a la salud, la tenía hecha trizas –el hígado maltrecho por una vieja cirrosis, los pulmones como chimeneas sin deshollinar– pero poseía un sistema asombroso para mantenerse vivo: nunca se levantaba antes de la hora de comer; y en cuanto un médico, dentista, urólogo, cardiólogo, lo que fuera, le decía que tenía algo mal, no volvía jamás a ver a ese médico ni a ocuparse del asunto. Y así aguantó hasta los 76 años, que tampoco es una mala cifra.

Vinculado desde jovencito al mundo del cine, lanzó en España películas como las de James Bond, Tiburón o La guerra de las galaxias –llevó en un Seat 600 a Harrison Ford ciego de uvas y a Carrie Fisher vomitando por la ventanilla–, produjo películas como El maestro de esgrima o La carta esférica y consiguió, con cuatro capotazos y media verónica, que Roman Polanski hiciera con Johnnie Depp La novena puerta y Viggo Mortensen Alatriste, con las que ganó una pasta tremenda. Nunca le conocí un enemigo. Con sólo dos copas, un chiste y cuatro carcajadas se metía a la gente en el bolsillo, y durante los quince años que estuvimos yendo juntos al festival de San Sebastián, nuestra mesa del bar del hotel María Cristina, donde entre productores, directores y actores se congregaba todo cuanto el cine español tenía de mejor en ese tiempo, fue siempre el lugar más envidiado, frecuentado y disfrutado de aquellos días.

De joven tuvo varias novias muy guapas, algunas bastante famosas; pero con el tiempo se dedicó en exclusiva a la que fue amour fou de su vida: un bellezón rubio que lo trató fatal e hizo muy desgraciado en lo sentimental, aunque él siempre la justificaba y se lo perdonaba todo. Murió esa mujer en un accidente de automóvil y él nunca volvió a relacionarse con otra, pasando el resto de su vida rodeado de fotografías que tenía enmarcadas por toda la casa. Ella fue su único lado sombrío, la sola tristeza que le quebraba la alegría vital. A veces, con un whisky en la mano y un cigarrillo en la otra, me hablaba de eso: de lo que podía haber sido con ella, de lo que fue, de lo que era. Después se quedaba absorto, y tras permanecer callado un momento soltaba una carcajada, hablaba de cine o de fútbol y pedía otra copa al camarero. 

Murió hace un mes: una larga vida feliz y una mala última semana no es un mal resultado. Después de todo, ¿quién no tiene una mala semana en la vida? El caso es que fui a verlo al hospital de Marbella, donde vivía retirado; y aunque ya no podía hablar, me despidió con una última sonrisa cuando lo llamé –solíamos tratarnos así–, hijo de puta y maricona de playa por dejarme sin él. Murió un día después, y dudo que haya ido al Infierno, porque era demasiado buena persona; ni al Cielo, porque decía que es un coñazo estar todo el día en una nube, vestido con un camisón y tocando el arpa. Así que si me toca a mí palmar más pronto que tarde, que siempre toca, y puedo darme una vueltecita por el Purgatorio, sé cómo y dónde encontrarlo. Porque en algún rincón de ese lugar habrá un montón enorme de gente agrupada en un corro del que entrarán y saldrán benévolos camareros con bandejas llenas de copas, y en el centro se oirá la risa sonora, contagiosa, inolvidable, de Antonio Cardenal Palomares. Que durante treinta años fue casi mi hermano. Que fue mi amigo.