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Patente de corso

Los insoportables bellacos

Arturo Pérez-Reverte

Domingo, 02 de Febrero 2025, 08:28h

Tiempo de lectura: 3 min

Hay unas líneas de los Cuadros de viaje de Heinrich Heine que me gustan mucho, tanto que en 1985 las utilicé como epígrafe para El maestro de esgrima, que fue mi segunda novela: «Soy el hombre más cortés del mundo. Me precio de no haber sido grosero nunca, en esta tierra donde hay tantos insoportables bellacos que vienen a sentarse junto a uno, a contarle sus cuitas e incluso a declamarle sus versos». 

«Hasta cuando por necesidades operativas llamé 'hijo de puta' a alguien, procuré hacerlo tratándolo todo el tiempo de usted»

Tales palabras, sobre todo si uno las lee de jovencito, son de ésas que pueden servir de referencia para ajustar cierta clase de maneras, o intentarlo al menos, durante toda la vida. Yo también me precio de no haber sido grosero nunca con nadie, ni siquiera con los más insoportables bellacos. Hasta cuando por necesidades operativas llamé «hijo de puta» a alguien, procuré hacerlo tratándolo todo el tiempo de usted. Pero es cierto que, a veces, la burda condición humana pone las intenciones a prueba.

Me ocurrió hace unos días en la estación del AVE de Atocha, al bajar del tren. Caminaba por la alfombra mecánica que conduce a la salida, arrastrando mi maleta, cuando dos señoras mayores, detenidas delante, me bloquearon el paso. Lo intenté por el pequeño hueco que dejaban a su izquierda, sin conseguirlo, así que me quedé detrás, esperando. En ese momento, una mano me empujó a un lado y un individuo me apartó sin una palabra ni una disculpa y, forzando el paso entre las señoras, a las que empujó también, se abrió camino y siguió adelante.

Cuando llegué al vestíbulo inferior, antes de las escaleras mecánicas que conducen a la parada de taxis, el individuo se había detenido a hablar por teléfono. Pasé por su lado dirigiéndole una mirada de censura a la que se mostró ajeno. Era más joven que viejo, bien vestido. Me fijé en sus zapatos –a menudo te delatan los zapatos–, que eran correctos y estaban limpios. No tenía aspecto de patán, ni parecía falto de la educación elemental. El caso es que lo dejé atrás y tomé la escalera mecánica: una alfombra móvil estrecha que asciende con una inclinación que dificulta caminar por ella. Así que me detuve mientras ascendía, esperando llegar al último tramo. Entonces sentí una mano en el brazo izquierdo, que me empujaba para apartarme. Al volverme a mirar, vi al mismo fulano de antes. Y esta vez no me aparté.

–¿Por qué me toca? –pregunté.

Me miró sorprendido. Una cara hosca, antipática. Llevaba gafas –yo las llevé algún tiempo– y pensé fugazmente, por experiencia, que eso era una ventaja a mi favor. Dentro de lo que cabe.

–Porque quiero pasar –dijo.

–Pues bastaría –respondí– con que dijera «déjeme pasar, por favor», o «perdone», o «disculpe». Y en tal caso, tanto yo como cualquiera nos apartaríamos con mucho gusto. 

Me seguía mirando con aire obtuso, en silencio. Quizá le sonaba mi cara de algo, o tal vez no. Permaneció un momento desconcertado; luego torció la boca como si fuera a decir algo desagradable. Y, bueno. Por aquello de que Jesucristo dijo sed hermanos pero no primos, metí una mano en el bolsillo donde llevaba las llaves. Por si acaso. De todas formas, pensé con resignado fatalismo, a mis 73 tacos de almanaque, confío en no pasar esta noche en un hospital ni salir en el telediario.

Por suerte, el tramo de escalera no era muy largo y llegábamos al final. Cogí mi maleta y dejé atrás la escalera. Me hice entonces a un lado, deteniéndome, y el individuo pasó con rapidez, sin decir nada, en busca de un taxi. Lo estuve observando desde la puerta hasta que desapareció en el tráfico: había entregado su maleta al taxista sin saludarlo siquiera con un buenas tardes, y se acomodaba en el asiento mirando al frente, estólido, el móvil pegado a la oreja, patéticamente seguro de sí mismo. Entonces comprendí que aquel tipo había pasado por el incidente sin obtener de él ninguna utilidad. Que nada cambiaría en sus actitudes presentes ni futuras, por la sencilla razón de que nada creía él haber hecho mal. En su limitado mundo, en la escasa educación que pudo recibir y en las torpes maneras que practicaba, todo cuanto cualquiera podía insinuar o decirle al respecto era inútil. Es demasiado tarde, concluí, para aprender lo que nadie le enseñó y que ahora apenas se enseña. Todo resbala, ya, sobre la berroqueña estupidez, la grosería de un mundo cada vez más hecho a la medida de gente como él. Bellacos que incluso, a veces, se atreven a declamarnos sus versos.


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