Viernes, 28 de Febrero 2025, 11:29h
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Entre mis muchas contradicciones está la de no creerme nada de las promesas de las cremas antiarrugas y después gastarme una fortuna en Sephora. A esta contradicción se añade una paradoja más: la de raramente usar esas cremas, mirarlas en los estantes del baño y pensar que por ósmosis mi piel recibirá sus milagrosos beneficios sólo con que existan en mi hábitat más próximo. El caso es que me aburre soberanamente todo lo que tenga que ver con el autocuidado: peluquerías, manicuras, spas, masajes. A priori, me gusta que existan esos lugares, pero la realidad es que me dan una pereza que me muero. Soy de las personas que se duermen a los cinco minutos de empezar un masaje y también soy de las que salen de la peluquería con el pelo mojado porque un segundo más sentada allí se me antoja un suplicio. Por otro lado, no me gusta nada la idea de dejar de teñirme el pelo, podría decir que ésa es mi única vanidad. Hay mujeres hermosísimas con el pelo blanco, pero sinceramente no creo que ese vaya a ser mi caso: yo con el pelo blanco me iba a parecer más a la esposa perturbada del señor Rochester, encerrada en el torreón, en Jane Eyre que a Susan Sontag o a Carmen Martín Gaite. Aunque seguro que llegará el día en que hasta eso me dará igual.
Vemos cada día bocas sobredimensionadas, pómulos como pelotas de tenis, senos que se mantienen en un lugar fuera de toda gravedad, figuras de delgadez inhumana. Y hacemos como si todo fuera normal
Se habla mucho de la presión que sufren las mujeres, especialmente las actrices, al llegar a una determinada edad. Vemos cada día en las pantallas, en las revistas, en las alfombras rojas rostros lisos, bocas sobredimensionadas, pómulos como pelotas de tenis donde la luz rebota de manera dudosa, senos que se mantienen en un lugar fuera de toda gravedad, figuras de delgadez inhumana. Y hacemos como si todo esto fuera normal. Cuando alguien perfectamente normal con sus lorzas, su vestido de AliExpress y su pelo despeinado aparece en todos esos lugares, lo celebramos como una coartada perversa: la alfombra roja es democrática, albricias, hay una mujer de 90 kilos en zapatillas, vestido de marca desconocida y escotazo. UNA entre un mar de esternones a la vista, caras chupadas, joyas prestadas y horas de tratamientos en facialistas que, como la carroza de Cenicienta, se desvanecen pasada la medianoche. Todo es de una hipocresía tal que no es de extrañar que las mujeres nos volvamos más locas que lo que el patriarcado preparaba para nosotras.
Y, sin embargo, hay buenas noticias: es posible pasar de todo esto, sacudirse este yugo absurdo hecho de retinol y aceite de papaya y ácidos dudosos e inyectables de quinta generación y depilaciones integrales e ideales caducos y aburridos y listones inalcanzables. No hay que esperar a la vejez para mandar al carajo una dictadura autoimpuesta de cánones imposibles.
Basta con mirarse poco al espejo (en mi caso, basta con que me quite las gafas y me vea desenfocada). Basta con reírse de buena gana de tanta tontería y de tanta gurú de la piel que vende cursos para rejuvenecer tocándote las narices 15 minutos al día. Basta con recordar que hay gente que a los 20 es vieja y gente que a los 70 se ríe de su sombra. Y ya estaría.
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