
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Son más de las dos y la profesora no ha llegado. Los alumnos de escritura creativa de la Universidad de Montana están extrañados: Dorothy M. Johnson suele ser muy puntual. Por fin aparece. Es menuda, utiliza gafas con cristales gruesos. Parece una abuelita que hace calceta. Se disculpa y empieza a impartir su clase. Pero lo hace con un brazo en alto. Al cabo de un rato dice: «Os preguntaréis por qué sigo con el brazo así. Es porque esta mano la ha besado Gary Cooper a la hora de la comida».
Era cierto. Gary Cooper era un rendido admirador de Dorothy M. Jonhson, igual que John Wayne, James Stewart o Lee Marvin. Las paredes de la casa de Dorothy en Missoula (Montana) estaban forradas de fotos de esas estrellas de Hollywood con cariñosas dedicatorias para ella.
También la admiraban John Ford y otros directores de cine, porque Dorothy M. Johnson –esa señora con pinta de modosa ama de casa– es la creadora de algunas de las mejores historias de vaqueros de todos los tiempos. Es la autora de El hombre que mató a Liberty Valance, El árbol del ahorcado o Un hombre llamado Caballo, que luego se convirtieron en legendarias películas del Oeste.
Parece chocante que las andanzas de los hombres rudos del Oeste americano las concibiera una mujer, pero es que el espíritu y el alma del far west nutrían el tuétano de esta escritora.
Había nacido en Iowa, pero se mudó con su familia a Montana de niña. Le fascinaban la vida en la frontera, las costumbres de los indios, la historia del Oeste americano. Y tenía un talento fabuloso para imaginarlo y narrarlo. «Es contundente, inteligente, irónica, a veces dura hasta la crueldad. Con frases muy cortas transmite verdad. Su recreación de la vida en la frontera es la más creíble que uno haya podido leer nunca», explica Alfredo Lara, experto en wésterns y director de la colección Frontera de Valdemar, la editorial que publica a Dorothy M. Johnson en España.
Fue muy prolífica, creó cerca de 100 relatos, 17 novelas, ensayos y muchos artículos. Había sido alumna de H. G. Merriam, apasionado de la antropología y fundador de la revista The Frontier. Magazine of the Northwest, donde ella empezó a publicar sus relatos. Como le entusiasmaba indagar sobre la antropología del Oeste, entrevistó a muchos indios y pioneros y se empapó de Historia en las bibliotecas. Con sus textos logró la admiración de sus colegas. En 1995, cuatro de los cinco relatos reconocidos como los mejores del año por la Western Writers Association (escritores profesionales del wéstern) eran suyos; el otro lo firmaba Jack London.
También la admiran escritores ajenos al wéstern. Gustan su estilo y el rigor y respeto con el que trató a los indios: se sumergió en su manera de vivir, pensar y sentir como nadie lo había hecho antes. En Un hombre llamado Caballo (de 1949) era rompedor que un blanco se adaptara a la vida en una tribu india y que renunciara a escapar. En Mujer Búfalo (de 1977), la narradora y protagonista es una sioux que cuenta su vida desde 1820 a 1877, mostrando sus preocupaciones, hábitos y alimentación. Con rigor. «Soy una purista en las costumbres indias y no soporto las invenciones ni las tonterías. Estoy orgullosa de mi reputación», decía. Por eso también los indios la premiaron: la nombraron miembro de los pies negros.
«No soportaba el falseamiento de las realidades históricas», explica Alfredo Lara. Pero sus relatos son ficciones. «Consigue fusionar el mito del wéstern con su realidad histórica», destaca Lara. Y no era condescendiente ni maniquea ni ñoña. «No todos los que fueron al Oeste fueron nobles, valientes y admirables porque algunos de ellos eran unos completos idiotas, pero eran fuertes, y a mí me gustan las personas fuertes», explicó Dorothy.
Sus relatos son duros, más que las películas basadas en ellos. Su texto de El hombre que mató a Liberty Valance, por ejemplo, es mucho más descarnado que el filme de John Ford y en él los buenos no son tan buenos. En sus historias no podías confiar en que los héroes se salieran con la suya porque la vida en la frontera era dura.
Su propia vida lo fue. Se quedó huérfana de padre a los 10 años. Había que llevar dinero a casa. Como escribir se le daba bien, pronto empezó a vender sus historias a las revistas. Con los estragos de la Depresión se tuvo que mudar a Washington y Nueva York, donde trabajó como telefonista y editora de textos escolares. También fue directora de la revista Woman y escribió muchos artículos de fondo. Pero nunca llegó a residir de verdad en el Este: su alma estaba anclada en el Oeste. «He vivido 15 años en Nueva York y lo he odiado durante 14 de ellos. Escribí muchos wésterns allí, creo que porque tenía añoranza de mi tierra», explicó ella. Iba a Montana de vacaciones y para disfrutar más del ambiente far west se apuntaba a los tours de ranchos para turistas.
No fue feliz en Nueva York ni en el amor. Se casó con un soldado del fuerte de Missoula al poco de conocerlo. Y fue un error: era un ludópata caradura. Se divorció en 1929 y juró dos cosas: no volver a casarse y pagar las deudas que él había contraído. Cumplió ambas promesas. Lo demuestra su epitafio. Antes de morir –en 1984, hace ahora 40 años–, pidió que en su lápida pusiera «Pagado». Y, cuando le preguntaron, dijo que eso era un asunto que solo le incumbía a ella y a Dios. Una respuesta de cowboy.
Era muy particular Dorothy. Y tenía mucho sentido del humor. Regresó en 1950 a su tierra. Trabajó para el periódico Whitefish Pilot, para la Asociación de Prensa de Montana y como profesora universitaria. En todos los cursos habló de cómo montar a caballo «porque se le daba fatal, y se reía de ello», explica Alfredo Lara. «Es parte de lo que yo tuve que aprender», les decía a sus alumnos. Y les contaba que lo pasó mal cuando acompañó a un cowboy a acarrear 200 cabezas de ganado durante días. Pero lo hizo «porque quería saber qué hacen los vaqueros».
Fue peleona también. El editor de un periódico le pidió que cambiara la firma. Ella ya la había cambiado: su nombre completo era Dorothy Marie Johnson, pero quitó el 'Marie' porque «parece que soy una niñita con coletas», dijo. Luego, el editor le propuso firmar como D. M. Johnson y disimular así que era una mujer. Ella replicó: «Los hombres que escriben de la frontera y el Oeste no han estado allí. Todos nos basamos en las mismas fuentes. Escribir wésterns no es una característica ligada al sexo, como tener pelo en el pecho». «Tras unas cuantas batallas, mi editor aceptó que soy una mujer», dijo con su habitual sentido del humor.
No era frecuente que una escritora se dedicara a ese género en los años cuarenta y cincuenta. Aunque hubo otras mujeres que también lo hicieron; una de ellas es Laura Ingalls, cuyas memorias La casa de la pradera (de 1935) se convirtieron en los setenta en una serie de televisión.
Dorothy M. Johnson no se hizo rica con sus obras, ni siquiera cuando las llevaron al cine. «Cuando tu libro se hace película, te respetan. Una película es glamurosa. Todos creen que te has hecho rico, lo cual no es verdad, pero intenta convencer a alguien... solo te creerá otro escritor», decía. Pero le encantaba el mundo de Hollywood y era mitómana. Solía llevar un colgante con un huesecillo de faisán que le había regalado Gary Cooper, protagonista El árbol del ahorcado. Le encantaba Gary. Además, también era de Montana.