
Secciones
Servicios
Destacamos
Si mi padre viera esta exposición, haría como Jorge Oteiza, que cuando le hicieron una retrospectiva se presentó allí y dijo: «Estoy aquí para impedir todo esto». Javier Sáenz Guerra es hijo de Francisco Javier Sáenz de Oíza, el arquitecto que abrió España a la arquitectura moderna. «Mi padre, al igual que Oteiza, tenía una gran seguridad, pero lo pasaba fatal si se hablaba de él. Era muy tímido, y decía que lo importante no es el creador, sino el edificio». Entre los que ideó, hay varios, polémicos por innovadores en su día, que son símbolos de la arquitectura patria: la basílica de Aránzazu, Torres Blancas, la Torre del Banco de Bilbao (hoy BBVA)...
Desde los años 50, Oíza aplicó en ellos ideas renovadoras como las viviendas sociales de Le Corbusier, los edificios curvos de Frank Lloyd Wright o el organicismo de Alvar Aalto, mientras ejercía como maestro de varias generaciones de arquitectos como profesor, jefe e, incluso, como padre. No por casualidad, 4 de sus 7 hijos siguieron sus pasos, admiradores rendidos de su obra. Tanto, que tres de ellos –Javier, Marisa y Vicente– han montado Sáenz de Oíza. Artes y oficios, muestra que, hasta el 26 de abril, hace honor a su legado en el Museo ICO de Madrid.
«La exposición es como un viaje al interior de su cabeza, donde decía que tenía su estudio, como un desván donde añades cosas que acarreas a lo largo de la vida». Por eso incluye fotografías, dibujos, planos, maquetas, cerámicas, objetos personales y obras de amigos como Oteiza, Chillida o Palazuelos para trazar un retrato de la segunda mitad del siglo XX.
Una época que los tres vivieron en un hogar donde se respiraba arquitectura, poesía, erudición y una enérgica obsesión por la superación y el trabajo bien hecho. «Nuestro padre dormía 6 horas al día y hacía arquitectura las otras 18. Trabajaba como un ermitaño en su esquina. Fíjate que en su mesa tenía un flexo y se le acabó formando una mancha en la frente de quemarse con él y no darse cuenta. Lo peor, decía, era no tener más tiempo en la vida».
La de Francisco Javier Sáenz de Oíza comenzó el 12 de octubre de 1918 en Cáseda, Navarra. «Su padre era funcionario en Sevilla, pero estalló la gripe española y los médicos le recomendaron a su madre embarazada que se fuera al pueblo». Cuando todo pasó regresaron a Sevilla, pero siempre fueron a Cáseda por vacaciones.
Acumuló allí un aprecio por la naturaleza que, además de ser clave en su trabajo –«la arquitectura debe responder al lugar donde se alza»–, transmitió a sus hijos. Lo hizo a la vieja usanza, como el oficio que pervive por generaciones en una familia. El propio Oíza heredó la profesión de su padre, arquitecto del catastro en Sevilla hasta que pidió el traslado a Madrid para que estudiaran él y sus hermanos.
«Le inculcó un aprendizaje de ir al origen y cuestionarlo todo. Nuestro padre competía contra sí mismo, buscaba la raíz de cada cosa para luego mejorarla. En casa te desmontaba una radio, la volvía a montar y te preguntaba de cuántas piezas estaba hecha. Y en cada obra buscaba al mejor carpintero y le preguntaba sobre maderas, herramientas, método; y al ingeniero lo mismo. Buscaba los límites, la excelencia, y convertía los problemas que surgían sobre la marcha en el motor de cada proyecto, haciendo incontables modificaciones a medida que construía. Se requería una energía brutal para seguirle».
En su primer gran proyecto, de hecho, se alió con un igual: Jorge Oteiza, tan huracanado, o más, que el propio Oíza. La basílica del santuario de Aránzazu, en Guipúzcoa, donde también colaboraron Eduardo Chillida, Lucio Muñoz o Néstor Basterretxea, fue tan rupturista que el Vaticano suspendió las obras 14 años en desacuerdo con parte del conjunto. Hoy es el único edificio del mundo en cuya ejecución participaron tres premios Príncipe de Asturias.
Debido a su ansia innovadora, la polémica nunca abandonó a Oíza, desde su célebre Torres Blancas, donde los vecinos se quejaron inicialmente de las paredes curvas, hasta El Ruedo, una mole de vivienda social junto a la M-30 madrileña, la vía más transitada de España, con 300.000 vehículos cada día. El arquitecto la construyó tras ganar, en 1986, el concurso convocado por la Comunidad de Madrid.
En su edificio, una especie de castillo amurallado para proteger a sus habitantes del ruido y la contaminación de la autopista, fueron realojadas 346 familias de un poblado chabolista de Vallecas cuyas quejas él quiso conocer en persona. «Nuestra madre le dijo: ‘Estás loco. No vayas ahí, no te enfrentes a esa gente’. No le hizo caso, por supuesto. Y fue una visita muy tensa. Se quejaron de las habitaciones, muy pequeñas; de que en los pisos curvos era difícil colocar los muebles; de que la ventana de la cocina se abría sobre los fuegos... Le entristeció que no lo entendieran, pero él ya era mayor y tenía más conchas que un galápago».
Vehemente en la defensa de sus convicciones, Oíza fue un hombre reservado en lo personal que «miraba más hacia delante que hacia atrás». Quizá porque vivió la Guerra Civil, un conflicto que bloqueó la memoria –o las ganas de recordar lo sufrido– a muchos de los que sobrevivieron. Para él fue doblemente duro, ya que su padre murió en 1936 y él, con 18 años, asumió la cabeza familiar en circunstancias de extrema exigencia. «Nunca nos habló de esa época. Sabemos que pasaron la guerra en Madrid, que se libró de combatir y que hizo las milicias universitarias al acabar la guerra, pero poco más».
Como padre, en vez de hablar o jugar, se le daba mejor transmitir, enseñar. «Nos inculcó la capacidad de imaginar y aprender de cada cosa con libertad. El juego era ayudar a colgar una lámpara, poner tachuelas en la pared, destruir una máquina para construir otra cosa... Fuimos alumnos suyos toda la vida, aunque nunca nos dio clase».
Y eso que fue profesor hasta los 65 años, cuando fue obligado a jubilarse. «Eso le dolió. No entendía que le dejaran seguir construyendo, algo que implica una gran responsabilidad, pero no enseñar: ‘Me prohíben dar clase cuando más sé y más puedo transmitir’. Decía que estaba en el mejor momento de su cabeza». Trabajó, de hecho, casi hasta su muerte, el 18 de julio de 2000, víctima de un cáncer de colon. En un caprichoso círculo del destino, su último proyecto fue la Fundación Museo Jorge Oteiza, reencuentro con el escultor guipuzcoano cuatro décadas después de Aránzazu.
Para sus hijos, sin embargo, Torres Blancas será siempre su creación más íntima, porque formó parte de su infancia. Siendo unos mocosos visitaron incontables veces las obras (1961-1968) hasta mudarse al piso con el que Juan Huarte, el constructor y su gran mecenas, como lo fue de Oteiza, Sistiaga, Palazuelo..., cubrió los honorarios del arquitecto.
«Huarte le dio el piso, un apartamento de lujo, pero no tenía dinero para amueblarlo. No había estanterías y sus libros estuvieron años apilados como una serpiente por el suelo; su cama era un colchón sobre la madera... Y, oye, vivimos fenomenal unos cuantos años hasta mudarnos al barrio de Salamanca, cuando todo el mundo se iba entonces a la periferia. Siempre fue a contracorriente». Que es, justamente, la dirección en la que reman quienes intentan cambiar el mundo.