Confesiones de una leyenda del rock
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Confesiones de una leyenda del rock
Martes, 15 de Noviembre 2022
Tiempo de lectura: 9 min
Jamás me he separado de una mujer de forma amistosa. «En ese aspecto siempre me he comportado como un absoluto y completo cobarde». Más allá de drogas, sexo y rock and roll, esta es la confesión que más le habrá costado hacer a Rod Stewart en su Autobiografía [Plaza &Janés], aunque no la única.
Teniendo 15 años me empecé a interesar por la ropa y el sexo. Una chica me había dejado que le tocase un pecho a las afueras del cine Odeon, en Finchley, al norte de Londres, lo que supuso un enorme progreso. Si le llego a tocar los dos nos tendríamos que haber casado. Luego, otra chica me dejó tocar su tierra prometida, una recompensa que me proporcionó un enorme orgullo y la promesa de no lavarme la bendecida mano durante días. Con una tercera chica, cometí el garrafal error de dirigirme a la segunda base sin pasar por la primera, lo que me costó una tremenda reprimenda: «¡Primero los pechos, por favor!».
En 1961, en un aislado descampado perdí mi entonces no tan preciada virginidad con una mujer lo bastante mayor (y corpulenta) como para que se quedase sumamente decepcionada por una experiencia tan efímera como un parpadeo. Algunos elementos de ese encuentro, algo alterados y muy mejorados, se filtraron posteriormente en la canción Maggie May, mi primer nº 1. No fue una experiencia que cambiase la dirección de mi vida, ni puedo compararlo con lo que me sucedió en 1962, cuando escuché el primer álbum de Bob Dylan. Eso lo cambió todo. No solo amplió mi horizonte, sino que lo dibujó. Ningún otro álbum ha dejado una huella tan imborrable en mí.
Con 17 años conocí a Sue Boffey en una fiesta. Era una chica de clase media, guapa, bien educada y con buenos modales; es decir, fuera de mi alcance. Aun así, se quedó prendada de mí, le hacía reír y fue mi primera novia formal. Al año se quedó embarazada. Optó por tener el bebé y darlo en adopción. Una tarde, 18 años después, sonó el timbre en mi casa de Los Ángeles. Afuera había un reportero del Sunday People, una mujer de mediana edad y una adolescente: mi hija Sarah.
Sue tenía una amiga llamada Chrissie y una noche nos invitó a ver a la banda de su novio. El tipo se llamaba Mick Jagger y su grupo, The Rolling Stones. La noche en que los vimos estaban sentados en taburetes, llevaban jerséis, tocaban versiones de blues y una o dos canciones propias. No me presentaron a Mick en aquella ocasión, pero recuerdo que pensé que la banda era estupenda, aunque por dentro tenía la molesta sensación de esto lo podría hacer yo . De hecho, puede incluso que fuera lo bastante pretencioso para pensar «yo tengo mejor voz». Era capaz de atraer a unas cuantas personas con una guitarra en la playa. ¿Por qué no iba a poder subir un nivel y cautivar al público desde un escenario? En 1974, cuando se empezaba a rumorear que Ronnie Wood iba a dejar a los Faces [la banda que montaron Stewart y Wood en 1969 junto a exmiembros de Small Faces] me encontré con Jagger en una fiesta y le pregunté: «¿Nos vas a quitar a Woody?». «Jamás haría tal cosa -dijo-. Jamás separaría a los Faces». Claro que sí, Mick, sí lo harías.
Aprendí pronto una de las grandes verdades de la química entre personas: que a las mujeres les gustan los cantantes. Después de verte cantar, no tenían reparos en abordarte.
Era una noticia extraordinariamente buena. Mi mejor truco en aquellas ocasiones era ir a la barra antes de salir a escena y hablar con una chica atractiva sin decirle que formaba parte del espectáculo. Después, cuando presentaban a la banda, le decía. Disculpa, tengo que actuar , y me marchaba a través del público. Casi nunca fallaba: después de la actuación lo tenías todo hecho.
Los Faces nos hicimos famosos por los destrozos que ocasionábamos en los hoteles. En nuestra defensa diré que lo hacíamos porque estábamos terriblemente aburridos. En 1970, pasamos un total de cuatro meses en Estados Unidos. Nos gustaba invitar al público a pasarse por el hotel tras el concierto. Desde el escenario, decía dónde nos hospedábamos y, en ocasiones, llegaban cientos de personas. En cierta ocasión, yendo de gira con Deep Purple, mencioné la dirección donde ellos se hospedaban en lugar de la nuestra y no les sentó nada bien. Nuestra conducta hizo que nos vetaran en la cadena Holiday Inn. Para burlar la prohibición, empezamos a utilizar el nombre de Fleetwood Mac y, cuando nos calaron, el de Grateful Dead.
Dee Harrington era una chica de 21 años, muy bien educada e hija de un piloto de las Fuerzas Aéreas. En nuestra primera cita regresamos caminando hasta el hotel donde estábamos alojados los Faces y Dee dijo que no podía quedarse porque no estaba acostumbrada a hacer ese tipo de cosas, pero que lo haría si nos limitábamos a dormir. Y eso hicimos.
Cuando regresé a Londres, la llamé y quedamos en un pub, donde me presenté con mi Lamborghini amarillo. A los tres meses, le pedí que se casara conmigo en un hotel de Nueva York. No lo hicimos, pero otros tres meses más tarde nos fuimos a vivir a una mansión inmensa en la campiña inglesa.
Un día le dije a Dee que tenía una reunión. Lo que no le conté es que era en el club nocturno Troubadour, con Britt Ekland. Recuerdo que horas después vi a Dee cruzar la puerta del local. Se dio la vuelta, voló a Londres y se fue para siempre. Fue lo mejor para los dos, pero qué manera de dejar a tu pareja. Britt había estado casada con el actor Peter Sellers, tenía 32 años, dos más que yo, había sido la chica Bond en El hombre de la pistola de oro y era una de las mujeres más guapas del mundo. Al inicio de nuestra fogosa relación, pasábamos mucho tiempo practicando el sexo. Durante nuestras forzadas separaciones, me enviaba cartas de amor en paquetes que también contenían un par de bragas.
Los periódicos hablaban a todas horas de nosotros. Para evitar que nos descubriesen, nos alojábamos en los hoteles como señor y señora Cockforth, aunque confieso que nos gustaba llamar la atención. Como dijo Britt en un libro que escribió más tarde: «Rod entró en mi vida seis semanas después de separarme de Lou Adler y me elevé al cielo como una gaviota a la que le han limpiado con detergente sus alas embadurnadas de petróleo». «¿En qué me convierte eso? En un bote de Fairy. Bueno, me han llamado cosas peores».
En 1977, una cuestión apremiante para mí era: «¿puedo pasar diez meses con una sola mujer?». Me respondía con rotundidad: «no». Pero entonces conocí a Alana Hamilton. Una noche me pasó una pequeña cápsula y dijo: «Prueba esto». Era una ampolla de nitrato de amilo. La idea era inhalar el contenido en el momento del orgasmo para intensificar el placer. No es lo más inteligente que puedes hacerle a tu sistema cardiovascular, pero los riesgos no parecían importarnos.
A principios de 1979 Alana dijo que creía estar incubando una gripe. Pero no. Estaba embarazada. Me dio un ataque de pánico y de gira por Australia tuve una aventura con la modelo y ex-Miss Mundo Belinda Green. Me las arreglé para persuadirnos, a mí y a Alana, de que el terror ante la inminente responsabilidad me había llevado por el mal camino y que esa había sido mi última aventura. Alana se unió a la gira en Japón y decidimos casarnos. Entonces nació Kimberly Alana. La abracé antes de que Alana lo hiciera. El médico me la entregó y quedé enamorado desde el momento en que puse mis ojos en ella. Nuestra Kimberly.
Si alguna vez sentí interés por probar algo psicodélico, se me quitó por el destino de Clive Amore, el primero de mis amigos en tomar ácido en los sesenta. Creyendo que podía volar, se tiró desnudo por la ventana. Desde entonces, no me sentí nada tentado por eso. Se puede decir que consumir como yo lo hacía me convertía en un mero aficionado, relativamente hablando, en un escenario que incluía uno o dos campeones olímpicos.
La cocaína se terminó para mí a principios del año 2000, aunque para entonces casi no la tocaba. solo alguna rayita de vez en cuando para animar una salida nocturna. Incluso en cantidades pequeñas me afectaba a la voz, secando las membranas. ¿Me arrepiento de aquellos tiempos en que la tomaba? No voy a negar que algunas veces me lo pasé de fábula, pero no estoy orgulloso. Y fui de los que tuvieron suerte. La consumí cuando era algo nuevo, divertido, emocionante y tomaba un producto de calidad excepcional. Entré en ello y salí ileso. Nunca llegué a ese estado en el que tu vida depende de tener o no tener cocaína. Además, debo confesar una cosa. nunca compré la cocaína que consumía.
Una Navidad Elton John me regaló un Rembrandt: La adoración de los pastores. ¡Un puñetero Rembrandt! Me sentí pequeño, aunque no tan pequeño como Elton quiso hacerme sentir cuando se refirió a mi regalo, de forma cortante, como «un cubo de hielo». No era ningún cubo de hielo, sino una moderna nevera portátil. No obstante, fui más generoso por su 50 cumpleaños. Le compré un secador de pelo de esos que se ven en las peluquerías de mujeres.
Dos años después, cuando me casé con Rachel [Hunter, su segunda esposa], me regaló un vale de una parafarmacia por valor de diez libras. En la nota escribió: «Cómprate algo bonito para la casa». No he conocido a persona más generosa que Elton; es increíblemente generoso. Tengo varios relojes suyos que me ha regalado por mis cumpleaños: piezas fastuosas, con muchas joyas y con la inscripción «De Elt». A mi primera esposa, con la que sigue manteniendo una buena amistad después de separarnos, le regaló un piano Steinway, que no es nada barato.
El final de mi carrera me preocupa mucho más que envejecer. No hay un modelo para hacerse viejo siendo una estrella de rock. No existe una pauta que puedas seguir.
Fuimos los primeros y no nos queda más remedio que ser pioneros en llegar al otro extremo. Si paso un mes sin dar un concierto, me pongo nervioso y lo echo de menos. Y cuando todo eso se termine, me va a faltar un enorme trozo de mi vida. No pasa un día sin que me despierte y piense en la suerte que he tenido.