En nuestra arcadia
Los arquitectos más visionarios están empezando a diseñar viviendas sin cocina
Benjamín Lana
Martes, 13 de junio 2017, 18:21
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Benjamín Lana
Martes, 13 de junio 2017, 18:21
Mientras pasamos las semanas felices, departiendo sobre restaurantes y cocineros y divulgando los placeres de la mesa y los productos autóctonos de calidad, leo que en Estados Unidos el 40 % de las comidas se consumen en el coche. Cuando aún no me he repuesto ... del susto -imagínense de qué tipo de ingestas se trata y a qué velocidad se deben engullir- leo también que los arquitectos más visionarios están empezando a diseñar viviendas sin cocina porque las grandes empresas de reparto de comida pronostican que dejarán de ser necesarias en pocos años. Es un derroche de carísimos metros cuadrados cuando casi nadie las usa para guisar, sostienen. Imagino cientos de drones surcando los cielos a toda velocidad para llegar a su destino sin que se les enfríe la sopa y me echo a temblar.
La verdad es que en Occidente crece el número de personas que viven solas, la compra en el supermercado ya es semanal en el mejor de los casos -online cada vez más-, la figura del ama de casa está en peligro y los jóvenes, cuando tienen la suerte de tener casa, apenas encienden los fuegos. Visto con esta óptica, la idea de la desaparición física de la cocina en las viviendas no suena ya tan descabellada.
Tener una en cada piso es un lujo de nuestra sociedad contemporánea. Si atendemos a la historia de la humanidad veremos que la mayor parte del tiempo los espacios para cocinar han sido compartidos. No hace falta irse muy atrás. En la España de la posguerra miles de familias vivían en habitaciones 'con derecho a cocina'. La arquitectura soviética diseñó las viviendas del hombre libre con zonas colectivas para cocinar y hasta en el burgués Nueva York de hace 120 años la idea de tener 'kitchen' en un piso era tan extraña como sigue siéndolo hoy tener una lavadora. Los primeros diseños de las actuales cocinas, de hecho, se copiaron de las de los barcos y los trenes.
Cuando oímos estas cosas, en nuestra pequeña arcadia gastronómica nos sentimos a salvo. ¡A quién se le ocurre, una casa sin cocina! ¡Bobadas! Pero la realidad es que los mercados tienen menos compradores cada vez y el espacio dedicado a la comida procesada en los supermercados es cada vez mayor. Trocear fruta o exprimir naranjas no exige ni mucho conocimiento ni demasiada tecnología, pero hasta ese extremo estamos dejándonos llevar. Estamos comprando tiempo -presuntamente- a cambio de pagar mucho más por lo que comemos, hacernos más dependientes y no saber qué es lo que nos están vendiendo.
La mayoría de los lectores de este suplemento pertenecemos a esas generaciones para las que es difícil disociar el hogar, o incluso la familia, de la cocina. No entendemos la vida sin ese escenario que simboliza el fuego de campamento y acoge el encuentro de la tribu, el lugar donde se habla y se come, donde se pasa revista al estado del personal familiar y se conforma el ovillo de protección emocional, pero la realidad es que los peligros nos acechan igualmente. La amenaza de las comidas individuales, de las bandejas sobre las rodillas, de tener frente a los ojos una o varias pantallas en vez de a otro ser humano son cada vez mayores.
La comida «semillero de democracia»
El escritor y periodista Michael Pollan, uno de los personajes más influyentes del mundo según la revista Time, lleva años defendiendo la importancia de cocinar en casa, de retomar el control de la preparación de alimentos como primer paso para que nuestro sistema alimentario sea más sano y sostenible. Para el, la comida familiar es un auténtico «semillero de democracia». En sentido opuesto afirma que cuanto menos cocinamos y más comida procesada e industrial ingerimos más nos deshumanizamos, envenenamos y embrutecemos.
En 2017 no solo comemos alimentos, sino también conceptos e imágenes. La cocina sana, 'bio' o 'eco', por poner un ejemplo, surgió como un movimiento de resistencia contra las peores prácticas de la industria alimentaria -manipular los alimentos para volverlos adictivos, entre otras lindezas-, pero ha sido absorbida por el sistema y en muchos casos es ya una mera etiqueta que permite vender más caro. Pagamos por la idea, por la tranquilidad que nos produce tener rotulado que algo es sano.
A Pollan le han preguntado muchas veces sobre lo que debemos o no debemos comer y ha ido dando distintas respuestas. En una de ellas dijo: «Come comida -él denomina comida solo a los alimentos reales, no a aquellos productos que tienen su aspecto pero no lo son, aunque sean comestibles-. No mucha. Sobre todo plantas». Pero tuvo otro día más inspirado que es el que yo recomiendo: «Come todo lo que quieras, siempre y cuando lo cocines tú mismo».
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