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De las casas de comidas, al mejor de los salones
La semana día a día ·
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La semana día a día ·
Los jóvenes cocineros cuando se independizan apuestan por productos cercanos, comedores acogedores y por deshacerse de los protocolos excesivosUno de esos clásicos de Madrid que registra llenos diarios con una clientela adepta y volcada es Hevia, un pequeño restaurante en plena calle Serrano que ofrece recetas clásicas bien entendidas y algunas un poco renovadas, con un punto especial, en un marco muy de toda la vida, atendido por ese personal de la vieja escuela que se agradece. Para empezar el picoteo del lunes es imprescindible la ensaladilla de ahumados que resulta sedosa y muy diferente, aportando un nuevo abanico gustativo a las ensaladillas que todos conocemos mientras que la clásica se queda en un segundo plano, totalmente eclipsada por la primera. Es rico y fresco el aguacate en salpicón, quizás sólo un poquito más de sal sería óptimo, y el mejillón tigre respeta todos los cánones de su receta: ligeramente picante, con sabor a molusco, un buen sofrito y una bechamel cremosa. Para terminar hay tres clásicos imperdonables: el tronco de bonito en escabeche de perdiz, el rabo de toro y el cremosísimo y maravilloso tocinillo de cielo. Platos reconfortantes que apetece repetir siempre. Y Hevia es de esos sitios en los que es lo que quieres: repetir.
Las casas de comidas poco a poco vuelven a resurgir, parece que los jóvenes cocineros que salen de hacer stages de aquí para allá en busca de ser conquistadores de currículums cada vez se cansan antes de la alta gastronomía y cuando se independizan apuestan por productos cercanos, comedores acogedores y por deshacerse de los protocolos excesivos. O quizás es una razón puramente de viabilidad económica y es que ser accesible a diario y no sólo un destino de ocasión particular es mucho más factible a nivel empresarial. Sea como sea el martes visité Marmitón en pleno barrio de La Latina, un estrecho comedor de carta corta y apetecible con un servicio que todavía necesita mejorar mucho y deshacerse del 'coleguismo' extremo. Los platos tienen buena base y fundamento pero aún les queda redondear, a todos menos a unos magníficos raviolis de boniato con salsa de queso… ¡de asombrosa delicadeza! Precios contenidos y buenos postres para arrancar, una evolución que tendremos que seguir de cerca.
El miércoles, para compensar los 18 días por Japón, amanecí con una necesidad fantástica de reconciliarme con la tortilla de patata y lo hice desayunando la de La Maruca y comiendo después en Colósimo. En la primera dirección, aunque muy buena la tradicional (con cebolla, por supuesto), gran nivel sobretodo la que terminan con bonito y mahonesa por encima como es costumbre en Cantabria, un pecado que podría cometer todos los días del año y que agradecería si mejorase el pan con el que la acompañan, tuve la sensación quizás errónea de que eran los restos del día anterior. En la segunda parada se encuentra quizás la que es ahora mi favorita, firmada por Ricardo Romero, procedente curiosamente de las cocinas del Grupo Cañadío al que pertenece La Maruca. El gaditano ha mejorado aún más si cabe la de su casa anterior (que es soberbia) y resulta en un sabor más caramelizado con la misma textura untuosa. En Colósimo aproveché además para comer y encontrarme una cocina cada vez más sin fisuras. Cremosísima la ensaladilla, bueno el steak tartare, especialmente rico el revuelto de hongos (que sí, ganaría con una seta mejor, pero el precio está ajustadísimo) con patatas chips y realmente delicioso ese chipirón relleno de mucha cebolla y bañado con un buen jugo propio. Quizás lo que más sobresalió fue el Rape de perfecta cocción y unos sabrosísimos canelones de carrillera y queso payoyo. Y lo que he dicho, precios dulces que invitan a regresa.
Hay movimientos repentinos del destino que te guían a cenar en Santceloni un viernes con personas muy bien queridas así que allí aparecimos los tres para observar la nueva formulación que la apertura de la cocina le ha dado a este ya clásico capitalino, una de las grandes casas de la restauración, entendida como nombre propio. Ahora Óscar Velasco invita al comensal –y sólo al que quiere– a cruzar la cocina para tomar el primer aperitivo en una pequeña sala de i+D que tiene al otro lado de la misma y desde allí comenzar una relación especial con el cliente que pasa del mero chef/comensal para convertirse en un tet a tet cercano, extremadamente natural. Una vez en la mesa, el servicio de sala y la atención consiguen hacer lo mismo: la elegancia a la par del confort. Sentirse en casa, pero en una casa muy señorial. Los platos del menú degustación, quizás como único pero que llegaban a intervalos ligeramente pausados, plasmaron la perfección de una cocina sin altibajos, delicada, conseguida y sobretodo disfrutable. Especialmente buena la ensalada de erizo, hinojo de mar, butifarra y trufa negra aunque el rodaballo –presentado en una pieza grande antes de ser desespinado en sala y salseado– presumía de un punto y una calidad excepcionales bien acompañado por ese praliné de avellanas. Disfruté la originalidad de las angulas con sopa de chufa, ajo y habas a pesar de que los alevines perdían en ella su protagonismo (una cosa es que seamos puristas y el producto nos guste advertirlo como tal y otra cosa es que no nos dejemos llevar por los cauces de lo gulesco) y también de esas pequeñas cocochas con judías del Ganxet al pilpil de zanahoria y cítricos y una lástima que mi corte del jarrete –ese símbolo de la casa– se hubiese secado ligeramente de más. Para terminar un delicioso postre de café y chocolate, un perfecto fin de fiesta junto a esa fastuosa tabla de quesos que Abel Valverde maneja de forma galáctica. Una de esas direcciones que siempre se deben recomendar.
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