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«¿Habéis visto algo?», preguntaba una señora. «No», respondía otra. «Yo, la cabeza», presumía una tercera. La llegada del rey Felipe VI al Paraninfo de la calle Sevilla fue un visto y no visto: bajó de su coche oficial –para los entendidos del motor, un ... Mercedes 600 Clase E, que, como curiosidad, en vez de matrícula lleva una placa granate con una coronita dorada–, para ser recibido a la puerta del recinto por la presidenta de Cantabria, María José Sáenz de Buruaga. Al lado, esperaba el resto de autoridades principales: el ministro de Universidades, Joan Subirats, que le acompañó en el viaje; la presidenta del Parlamento autonómico, María José González Revuelta; la delegada del Gobierno, Ainoa Quiñones; la alcaldesa de Santander, Gema Igual, y el rector de la UC, Ángel Pazos. Después de posar con todos ellos para la foto de rigor junto a la placa que recordará su visita, entró al edificio. Eso fue todo.
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Araceli Olea, que había hecho guardia enfrente, se lamentaba: «Yo estoy aquí todos los días porque vivo aquí mismo y bajo todos los días a tomar el sol en la silla de ruedas. No lo he podido ver, porque yo esperaba verle con traje militar y cuando se ha apeado del coche he visto que iban todos iguales, y he dicho, 'bueno, por la altura le reconoceré', pero no. Después de bajar aquí solo por el capricho de verle... Aparte de ser un personaje que a mí me simpatiza mucho, quería decirle que echara a Pedro Sánchez, pero no puede hacer más».
A decir verdad, el breve paso del Rey por Santander estaba cronometrado al minuto: a las 11.15 horas, aterrizaje del Falcon en el aeropuerto Seve Ballesteros para salir pitando, escoltado por la Guardia Civil –hasta la ciudad– y la Policía Nacional –ya en ella–. A las 11.30, llegada al Paraninfo, saludos y fotos; a las 11.45, inicio del acto. A las 12.30, fin de la ceremonia, firma en el libro de honor de la UC, entrega de una medalla conmemorativa del medio siglo de la institución y foto.
Nunca un vino español ha merecido tanto tal nombre: terminado el acto, el Rey charló y se mezcló –50 minutos– con los grupos de invitados y se hizo fotos con todo el mundo –los diputados, el Ayuntamiento en pleno, la Camerata Coral, la presidenta del Colegio de Enfermería... el que quiso, pudo–, siempre bajo la severa mirada del imponente equipo de seguridad.
Es cierto que no todo el mundo estuvo tan encantado con su presencia. Fuera, en la calle, una treintena de personas gritaban y pitaban contra el monarca en una 'zona de protestas' habilitada por la Policía y convenientemente alejada. Verónica, de Izquierda Unida –prefirió no dar su apellido para evitar posibles represalias–, se quejaba por tanto despliegue policial para contenerlos. «Hemos venido aquí a protestar no solamente contra la institución monárquica, sino contra el hecho de que no vivimos en una democracia real. Para cuatro que somos me parece muy fuerte el dispositivo».
Eran muchos más los ciudadanos congregados para aplaudir y mostrar su cariño a Felipe VI. Si, a su llegada, casi no les dio tiempo a lanzar un «¡Viva!», los más pacientes tuvieron su recompensa a la salida: saltándose el protocolo previsto, el Rey cruzó la calle antes de subir al coche para saludar y estrechar manos a la gente congregada, una mezcla de los más pacientes y los que pasaban por allí. «¡Viva el Rey!», «¡Guapo!», le vitorearon, también desde ventanas y balcones. Es posible que doña Araceli, que seguía allí sentada, pudiese decirle lo que quería.
Y siguiendo con ese detallado cronograma, planificado al detalle, minutos antes de las 14.00 horas Felipe VI ya estaba de nuevo en el aeropuerto, desde donde despegó camino de la Base Aérea de Torrejón.
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