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Recuerdo una campaña de publicidad que daba mucho juego allá por los ochenta. 'Busque, compare y, si encuentra algo mejor, cómprelo'. Era un jabón de lavadora, pero bien podría haber servido hoy en día para el marketing emocional: en las listas de los libros más ... vendidos aparecen títulos menos elocuentes que ese eslogan. Entonces los detergentes venían en cajas de cartón, y esas cajas, después, se usaban como baúl para todo tipo de trastos. En mi casa era el depósito de los coches de juguete, como si el cartón pudiera amortiguar el ruido metálico al volcarlos sobre la alfombra. A mí me parecían todos iguales: descascarillados, las ruedas aplastadas y los ejes torcidos. Pero no era así, cada coche tenía una historia detrás y había muchos coches en aquella caja. A veces eran un regalo; otras, mi hermano se tomaba su tiempo en el quiosco donde estaban expuestos para escoger el modelo, el color, la marca. Buscar y comparar era entonces una actitud y actuábamos en consecuencia. No todos los días a uno le compraban un juguete, era extraordinario como cuando te llamaban a casa y detrás del timbrazo alguien decía tu nombre, ese prodigioso «es para ti» que prometía tanto. Aquello era un sencillo acontecimiento, aunque con lo que costaba el teléfono, a veces sólo daba para un intercambio de titulares. Se decía lo importante, lo ineludible, y si sonaba a una hora extraña, traía consigo una lúgubre premonición.
De todas las llamadas, las mejores eran aquellas que tenían de fondo el tintineo de las pesetas, el pitido que te indicaba que el saldo se estaba acabando. No había piedad en esa cuenta atrás, así que la voz que llamaba metía una moneda de cinco duros o de cinco pelas para retardar la guillotina sobre su frase. Todos recurrimos alguna vez a la cabina, sobre todo cuando había que buscar soluciones para según qué llamadas. En esos casos, siempre te quedaba la intimidad de una puerta acristalada, el aliento de otro aún caliente en el auricular, el suelo de goma combada. La soledad en plena calle. Entonces metías las monedas, buscabas el mensaje, comparabas las frases, y comprabas, vaya si comprabas hilo telefónico hacia otra voz que te esperaba detrás de números que sabías de memoria. ¿Cuántos números nos sabemos ahora, tantos dígitos que no multiplican de forma proporcional nuestras palabras? Qué extraño concepto el de saldo ilimitado. Uno ya no elige qué decir, ni cuándo, es tan fácil hablar que le hemos robado la importancia. Ahora que las quitan, prueben a ponerse un minuto de saldo y hablar contra reloj como se hacía en la cabina, verán como lo esencial vuelve a salir otra vez por su boca.
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