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Como el huérfano de Dickens, Oliver Twist, José Luis Morante fue durante toda su infancia un niño tratando de sobrevivir. Y puede que el hombre, que tiene 90 años y parece llevar 45 en cada hombro por lo corpulento de su estampa, aprendiera la picaresca entonces, al tener que defenderse medio solo en la España de la
José Luis nació en la Meca, un barrio de Ucieda (Ruente) y allí, en la casa donde vivieron sus abuelos y luego sus padres, ha aposentado su vida y un pelotón de recuerdos. Aprendió todo antes de tiempo. También a irse de casa. La primera vez le echó la guerra. «Encarcelaron a toda mi familia por republicana». Tenía dos años y le enviaron con una tía a Selores (Cabuérniga). «Dormíamos seis en una cama». Ahí empezó la pobreza a curtir a José Luis en una España convulsa, difícil y hambrienta. Cuenta su vida este hombre del tirón, intentando que todas las hazañas le quepan en una hora y media de conversación. En torno a la mesa de un bar, inclinado de lo alto que resulta, desengrasando con una servilleta de papel entre los dedos los pliegues de la memoria. «Mira yo fui a la escuela y había que venía todos los días a las once de la mañana para que le besáramos las manos y luego le decía al profesor, Pedro, a estos, menos letras y más catecismo». En el colegio aprendió algo pero el grueso de lo que sabe se lo enseñó la vida de fuera. De fuera de la Meca, de donde se iría muchas veces sin marcharse nunca del todo. «Cuando tenía ocho años, vino a casa un muchacho de Bezana buscando a un chaval para que le ordeñase las vacas». Vivía José Luis solo con su madre, «que se mataba a trabajar para ganar una peseta» y le entregó el niño al hombre. «Me daban 15 pesetas al mes por cuidar al ganado. Bajaba y tardaba dos horas en sacar la leche de dos vacas porque era un crío y no tenía fuerza». Así estuvo un año, hasta que echó a correr una mañana hacia la Meca, «a través de las vías del tren», y no paró hasta alcanzar el barrio, su tabla de salvación.
A los meses, aparecería otro hombre en Ucieda, del Páramo de León, con un conde por dueño, buscando un joven que ayudase en las tareas con los animales. José Luis aguantó un año. Luego volvió a escaparse, esta vez subido al tren. Lo curioso, reflexiona mirándose los dedos afilados, «es que nadie preguntó por mí, no investigaron a ver si el crío que se escapó había llegado a casa. Nadie, nadie. Yo me di cuenta de esto después, pensándolo al cabo de los años». Habría más hombres y más trabajos en otros pueblos.
Especial
Así se fue José Luis construyendo, entre amaneceres al raso y la humedad de los campos ablandándole la piel y endureciéndole el alma. Puede que fuera entonces cuando aprendió la picaresca, el mecanismo de la supervivencia. La cosa es que siendo ya un 'chavalito', había ido a parar el joven a la frontera con Portugal acompañado de su padre y de su tío. Trabajaban cortando robles para hacer traviesas «desde la mañana hasta la noche». Ahí vio el chico que «se podían sacar perras» con la compra venta del café. Así que cogió el dinero que tenía guardado «entre las hojas de un libro en una balda de la habitación», y compró a 5 pesetas el kilo para luego venderlo a un precio mucho mayor. Al cabo de un tiempo, hizo lo mismo con 8.200 kilos de castañas y hasta con unos cuantos «chones». Entre medio, José Luis logró dos cosas: casarse y abrir un restaurante. Tuvo cinco hijos en Francia, vivió y trabajó en Santander y ha vuelto a casa para terminar la vida. «Muchos pueblos de montaña han sido abandonados, sobre todo del Valle de Cabuérniga, si subes con el coche lo verás, aquí eso no ha pasado, aunque yo veo que el mundo está descontrolado y ¿sabe? tengo el convencimiento de que el trabajo no mata».
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