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Fue hace cinco años, aunque parece que hubieran pasado siglos desde aquellos meses oscuros de muerte, de miedo y de ruina que cambiaron el mundo ... y que también detuvieron la vida de los cántabros. Esto es un resumen de todo lo que pasó.
El 'año covid' de Cantabria comenzó el 29 de febrero, cuando se confirmó el diagnóstico de la enfermedad en una mujer italiana, residente en la región, que acababa de volver de un viaje a Venecia. Para entonces, hacía un mes que la Organización Mundial de la Salud (OMS) había decretado la alerta global por esta peste del siglo XXI, con Italia como gran foco de propagación europeo. Pero eso no impedía que los vuelos desde ese país siguiesen llegando al Seve Ballesteros.
Tardó poco en desatarse la tormenta: un mes más tarde Cantabria había superado el millar de contagios, los hospitales apenas daban abasto para asistir a los enfermos y los muertos ya se contaban por decenas.
La progresión del coronavirus en Cantabria fue similar a la de las demás regiones; las autoridades sanitarias, tan desbordadas acá como allá, trataron de atajar una transmisión cuyos mecanismos seguían siendo desconocidos. El día 12 de marzo, con 16 positivos confirmados, se anunció el cierre de colegios y facultades; el 13, con doce casos más, el de la hostelería y los centros comerciales. El 15 de marzo, el Gobierno central decretó el estado de alarma y encerró a toda la población en sus casas.
La falta de material sanitario como guantes, mascarillas, pantallas y equipos de protección propició la aparición de un mercado internacional de rapiña, donde los lotes se vendían al mejor postor y el único compromiso válido se lograba dinero en mano. La Administración cántabra, maniatada como las demás por la burocracia, tuvo que recurrir a colaboradores externos, empresas y mediadores con contactos, para hacerse un hueco en ese zoco persa.
Pero el gran drama de la primera ola se vivió de puertas adentro, en el interior de las residencias de mayores, donde nunca se permitió la entrada de la prensa. Responsables y trabajadores describían una situación infernal, con plantillas mermadas por los contagios cuidando de ancianos aterrorizados, sin medios ni refuerzos, doblando turnos y asistiendo impotentes a los estragos que causaba el coronavirus. De los 210 fallecidos covid 19 en esta fase de la pandemia, cerca del 70% eran usuarios de estos centros.
La limitación de movimientos y contactos de los cántabros forzó una disminución de positivos y un lento descenso de hospitalizaciones. Esa mejoría hizo posible que, mes y medio después de la declaración del estado de alarma, se permitiera a los ciudadanos volver a salir. El 2 de mayo, con un día radiante, miles de cántabros tomaron las calles, por turnos de edad y en franjas horarias distintas, para aprovechar esa pizca de libertad. Comenzaba la desescalada.
La reducción paulatina de limitaciones se dividió en fases, no siempre fáciles de seguir. Fue un largo y lioso trayecto hasta la conquista de la 'nueva normalidad', como definió el Ejecutivo de Pedro Sánchez la realidad social transformada por el virus.
Cantabria llegó a esa nueva normalidad el 19 de junio, con dos días de adelanto respecto al resto de España. El presidente regional, Miguel Ángel Revilla, se empeñó en levantar un poco antes la barrera en la frontera con el País Vasco para invitar a los vecinos a la región, ya con mascarilla y respetando aforos máximos del 75% en los establecimientos. Fue el prólogo de un verano de récord.
La resaca de todo aquello, sumado al otoño y la vuelta de la gente a los espacios cerrados, marcó el inicio de la segunda oleada, una recaída leve que volvió a hacer saltar las alarmas en septiembre. El consejero de Sanidad, Miguel Rodríguez, se apresuró a dar por superada la crisis a finales de mes, cuando lo peor estaba por llegar: el 26 de octubre España volvió a estar en estado de alarma, con encierro domiciliario nocturno para toda la población, mientras las regiones blindaban sus límites. En noviembre, el virus circulaba de forma totalmente descontrolada por Cantabria. Primero se cerraron los interiores de la hostelería (6 de noviembre), después se adelantó el toque de queda a las 22.00 horas (día 14) y, posteriormente, se estableció el confinamiento perimetral de los municipios (4 de diciembre), para limitar la movilidad interior.
El inicio de la tercera ola vino a coincidir con las Navidades y con la llegada de la vacuna. Desde que el 27 de diciembre se administró la primera dosis, comenzó una verdadera carrera contrarreloj: por un lado, la enfermedad alumbraba mutaciones del virus más contagiosas, dañinas y resistentes; por el otro, el proceso de inmunización de la población, sujeto al ritmo de producción de sueros, dejaba ya sentir su efecto benéfico entre los más vulnerables.
2021 fue el año de la vacuna, que probó su efectividad reduciendo el número de víctimas. La progresiva inmunización de la población permitió relajar las restricciones, hasta agotar la última prórroga del estado de alarma, que concluyó el 11 de mayo de 2021.
La Sanidad cántabra optó por implantar el semáforo covid para la gestión de la crisis sanitaria y procedió a aplicar las limitaciones por municipios, en función de sus índices epidémicos.
No se puede dejar de recordar el pulso que mantuvo la hostelería con Sanidad durante buena parte de la pandemia: las improvisaciones, la falta de lógica de algunas decisiones y la comparación con la situación de otras comunidades, en la que trabajaba con mayor libertad, sumado a las pérdidas económicas del sector, encendieron los ánimos de los empresarios, que estuvieron capitaneados por Ángel Cuevas, presidente de la Asociación de Hostelería. La 'pillada' al presidente cántabro, Miguel Ángel Revilla, sorprendido comiendo y fumando un puro en un reservado de un restaurante, mientras el resto de establecimientos tenía vetados los interiores, tampoco ayudó.
Los meses fueron transcurriendo sin grandes sobresaltos, mientras las nuevas arremetidas del virus se sucedían sin mayores consecuencias. Todo cambió con la llegada de la sexta ola, en noviembre, causada por la irrupción de la variante ómicron.
La nueva mutación disparó las infecciones y el número de muertes por la enfermedad, y obligó a variar la estrategia frente a la pandemia. Fue una ola mortífera, que se saldó con 200 víctimas, casi tantas como en el primer embate del coronavirus, en los meses más duros de la pandemia. El volumen de casos forzó a renunciar al sistema de diagnóstico y conteo exhaustivo de contagios, así como al rastreo de contactos. Los efectos siguieron en cascada: los centros de salud se saturaron con los enfermos y con las bajas entre los propios profesionales; hasta la actividad hospitalaria se resintió. Las cifras récord de contagios generaban un monumental atasco para la tramitación de bajas laborales.
Paradójicamente, ómicron anticipó el declive del virus: la sexta ola bajó tan rápido como subió, y las medidas sanitarias se adaptaron a la nueva realidad. En febrero, el Ministerio aprobó un nuevo protocolo que supuso la 'gripalización' del covid, limitando las pruebas diagnósticas y abandonando la actualización de datos de la pandemia.
La normalidad se abría paso: la región volvió a llenarse en Semana Santa, los cántabros volvieron a viajar en masa y el verano, lleno de grandes celebraciones, conciertos y verbenas, apenas dejó imágenes que recordaran la pandemia.
En mayo de 2023, la Organización Mundial de la Salud (OMS), decretaba oficialmente el fin de la pandemia. Dos meses después se decidió que las mascarillas ya no eran obligatorias en hospitales, residencias y farmacias. La pesadilla había llegado a su fin.
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Ana del Castillo
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