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Es curioso que alguien que dedicó toda la vida a la política siempre pensase en ella como una ocupación temporal, pero esa es la razón por la que Jaime Blanco (Santander, 1944), siempre desactivaba su excedencia como médico en Valdecilla y se ponía la bata ... entre elección y elección. Retirado con cuatro décadas de vida pública a las espaldas, durante las que coleccionó responsabilidades y cargos -entre ellos el de breve presidente autonómico-, su voz, grave y tranquila, seguía escuchándose con respeto en el PSOE, el partido al que siempre fue leal: es justo que se reconociese el valor totémico de quien guardaba, con cariño y cierto orgullo, su carné de socialista cántabro con el número uno. Jaime Blanco murió la noche del miércoles tras una larga enfermedad: con él desaparece un testigo -cuando no un protagonista- de algunos de los momentos más trascendentes de la historia reciente de España y de la región.
La vocación política le llegó mientras cursaba estudios de Medicina y Cirugía en Sevilla; allí, gracias a quien se convertiría en su primera mujer, María Ángeles Ruiz-Tagle, trabó contacto con el joven clan socialista del que formaban parte, entre otros, Felipe González, Alfonso Guerra y Manuel Chaves. Son los que más tarde tomarían el poder en el partido y lo auparían desde la clandestinidad hasta el Gobierno. Concluida su formación, Blanco regresó a su tierra con el doble propósito de ejercer su profesión y levantar la casa socialista en Santander en los albores de la Transición.
Ese embrión del PSOE regional celebró su primera reunión en una habitación del piso que tenía alquilado en la calle San Fernando. Jesús Cabezón, otro histórico del socialismo cántabro, fue uno de los asistentes a aquel encuentro fundacional. «Le había conocido a través de un amigo común: estuvimos tomando café y le dije que tenía interés en entrar en el partido». Así, tuvo el «privilegio» de estar ahí desde aquel primer momento, cuando toda la militancia cabía en un despacho.
Aquello fue en 1976. Un año más tarde se celebraban las primeras elecciones democráticas y para entonces el PSOE había ganado el suficiente peso en la provincia como para reservar a Blanco un asiento en el Congreso, a costa de hacer kilómetros en su Seat 600 y de sobreponerse a su apuro de hablar en público durante la campaña.
Pero no fue su trabajo en la Cámara Baja lo que llevó su nombre a las portadas de los periódicos, sino su asistencia a una manifestación en Santander a favor de la autonomía, que terminó con el joven congresista aporreado y detenido en el cuartelillo por la Policía Armada, y que culminó en un tremendo escándalo que puso en aprietos al mismísimo ministro del Interior, Rodolfo Martín Villa. Pese a que nunca estuvo en el ánimo de Jaime Blanco sacar provecho del incidente, este contribuyó a darle gran popularidad.
Durante el cuarto de siglo que estuvo al frente del PSOE cántabro, a Blanco le tocaron vivir tiempos de turbulencia política y social, tanto en Madrid como en Santander. Tras colocar a su partido como segunda fuerza de la región en las elecciones de 1983 y 1987, en diciembre de 1990 llegó uno de los hitos de su carrera. El presidente Juan Hormaechea y los populares rompieron y, tras una moción de censura, se formó un Gobierno de concentración liderado por Blanco con el apoyo de PP, PRC, CDS y PSOE. Seis meses después, y a pesar de lograr la victoria electoral en junio de 1991, Hormaechea y el PP volvieron a darse la mano y le alejaron de la Presidencia.
Durante la siguiente década siguió compaginando su papel como senador y congresista con la Secretaría General del PSOE en Cantabria, que heredaría, con una dirección de continuidad, Dolores Gorostiaga. Según sus críticos, tardó demasiado en pasar el testigo.
El paso del tiempo fue colocándole en la disidencia de su propio partido: quizás él, que vivió los años en que la Política se escribía con mayúscula y se admitía la crítica constructiva, no encontraba encaje en los nuevos tiempos. En todo caso, los que le conocieron y trataron con él, amigos, compañeros o adversarios, coinciden en referirse a Jaime Blanco como un caballero y un hombre de palabra. A quienes no piensan así, quizás les resulta difícil criticar a un político que participó en el debate de la Constitución y siguió desde su escaño el asalto al Congreso de Tejero, y que, en Cantabria, jugó un papel importante en la redacción del Estatuto de Autonomía y alcanzó los mejores resultados electorales para su partido hasta la fecha, con 16 diputados.
Dentro del PSOE encontró a quienes fueron sus grandes amigos. Los que le conocieron muy de cerca aseguran que, aunque habría llorado otras muchas veces, ellos solo le vieron hacerlo en el funeral de Luis Sainz Aja, compañero y confidente durante años. Alfonso Guerra, Matilde Fernández y Oskar Lafontaine, quien fuera presidente del SPD alemán, formaron parte de su círculo más íntimo. También encontró allí a su segunda esposa, Rosa Inés García, una mujer con la que compartió su pasión por la política desde que se conocieron.
Sería injusto reducir la existencia de Jaime Blanco a esa dimensión pública. Fue, a la vez, padre rígido y exigente de dos hijos (uno de ellos nacido de su matrimonio con Ruiz-Tagle), y posteriormente abuelo consentidor.
Fue también un gran amante del mar y buen navegante. Según cuenta Jesús Manuel Zaballa, a quien nombró vicesecretario general del PSOE regional, y que ha estado ligado a él hasta el final por una profunda amistad, quiso obtener un título que le permitiese salir a dar una vuelta en barco. Concienzudo como era, empezó a prepararse y enseguida quiso saber más. Cálculos, astronomía... terminó convertido en capitán de yate, lo que le hubiese permitido ir hasta América de haber querido.
En los últimos años estaba enfrascado en la redacción de sus memorias. A eso se debió que pasara horas en la biblioteca del Parlamento, cotejando la documentación con sus diarios y apuntes. Dice Zaballa que al repasar de este modo su trayectoria comprobó con satisfacción que estaba llena de aciertos, como su contribución a trazar la autovía hacia Bilbao y Europa, priorizándola a la de la Meseta, o su apoyo a una necesaria reconversión industrial no traumática, siguiendo con los avances en educación, sanidad, pensiones...
Cada vez se prodigaba menos en actos públicos. Ya en sus últimas apariciones, la enfermedad le había dado un aire frágil y ascético, aunque, enorme como era, seguía conservando un aspecto imponente. Como médico, era consciente de su dolencia y de su evolución, y lo aceptaba sin aspavientos. La muerte le encontró en casa, después de una cena tranquila en familia y de jugar una partida de dominó. De repente, sintió frío y se dirigió a su habitación. «Esperad un poco, que me siento», dijo. Y así acabó todo.
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