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Las rocas son tan caprichosas como las palabras. Ambas se diseñan a base de lenta erosión. Unas, las rocas, se modelan con el viento, la lluvia y las olas, originando formas abstractas o concretas, mientras que el uso del lenguaje consolida las palabras de ... boca en boca. Cuando emergió del mar aquella figura de animal desértico y se expuso a la imaginación de un espectador, sonó la palabra para dar nombre al arrecife de Los Camellos, al menos así lo dice un ilustre vecino de la zona, el escritor Benito Pérez Galdós, en su obra 'Gloria' (1877).
Cuando Santander se quemó en 1941, su reconstrucción allanó la zona destruida para modernizar la ciudad. Para ello erradicó el monte anexo a la catedral que se prolongaba hasta la calle Alta y sus piedras y rocas se depositaron en el mar, para ganar terreno en la ensenada del istmo de la península de la Magdalena, en la ensenada del Camello, que se urbanizaría posteriormente. Años después, se crearía la playa artificial que hoy disfrutamos. Fue en tiempos en los que Juan Hormaechea era alcalde de Santander. Lo recuerdo porque alguno le acusó de crear la playa por el capricho personal de tener el arenal cerca de su casa. Feliz capricho.
Pero si las rocas, las palabras y hasta Hormaechea pueden ser caprichosos ¿qué podíamos decir de las personas en general? En tiempos en los que el conocimiento de la fauna y flora no gozaban de tanta divulgación popular ¿qué importancia podía tener una joroba más o una joroba menos? Porque, si nos guiamos por la ortodoxia de lo correcto, los arrecifes, la ensenada y la playa de El Camello no deberían llamarse así, sino los arrecifes, la ensenada y la playa de El Dromedario.
Intentar corregir el error ya es misión imposible. Ahí quedará siempre esculpida esa figura de solitaria joroba como alegato al capricho. Y como escribía Oscar Wilde en su retrato de Dorian Gray, «la única diferencia entre un capricho y una pasión eterna es que el capricho dura algo más», acaso hasta una eternidad.
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