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Los cántabros cada vez viven más solos: en menos de tres décadas, el número de hogares en los que vive una sola persona se ha ... triplicado. Según los datos del Instituto Nacional de Estadística (INE), en 1991 eran 20.876 los hogares unipersonales, mientras que en 2020 (última dato disponible), han alcanzado la cifra de 69.700.
Es difícil justificar este incremento de viviendas con un solo morador por el aumento de población, y tampoco puede explicarse por el imparable envejecimiento de los habitantes de la región: el hecho de que las mujeres sean más longevas y se queden solas tras enviudar, cuando los hijos se han ido de casa hace ya tiempo, es un factor que ayuda a cuadrar las cuentas, pero no es decisivo. Y sí, cuando cada vez parece que duran menos los matrimonios, también son más los separados y divorciados que prefieren estar solos, aunque la suma sigue sin salir. Para encontrar la respuesta hay que mirar hacia los jóvenes, hacia los solteros: son ellos quienes habitan 36.000 de estos hogares, más de la mitad del total. Frente a una concepción negativa de la soledad, la práctica demuestra que cada vez es más habitual dar con gente que se encuentra muy a gusto consigo misma.
69.700 es el número de hogares cántabros en los que vive una sola persona
1.500 es el aumento del número de hogares unipersonales entre 2019 y 2020, según el INE
36.000 solteros viven solos, con más casos entre hombres (21.600), que entre mujeres (14.400)
15.400 mujeres viudas viven solas, un número superior al de solteras en esa situación
No hay un perfil uniforme entre quienes optan por una vida en solitario: más de la mitad son personas solteras, pero la distribución entre sexos en este bloque no está equilibrada: son 21.600 hombres frente a 14.400 mujeres. Tampoco entre los viudos, que constituyen el segundo gran grupo en estos hogares: ellas son muchas más. 15.400 por solo 2.400 varones. Entre los separados, divorciados y casados que viven solos, que también los hay, las diferencias son mucho menores.
«En las últimas cinco décadas, en España se ha producido un importante cambio demográfico y de la familia. Se trata de una transformación cultural y social con importantes implicaciones, económicas, sociales y también psicológicas», destaca Juan Carlos Zubieta, responsable del Taller de Sociología de la Universidad de Cantabria.
«La forma de convivencia ha variado, de la familia tradicional y extensa se ha pasado a una pluralidad de formas familiares y de convivencia. En la actualidad, los ciudadanos del siglo XXI, de una sociedad urbana y tecnológicamente avanzada, podemos elegir diversas estrategias familiares y de convivencia. Así, un modelo de familia, todavía mayoritario, es el nuclear –padre, madre e hijos–, pero cada vez hay más personas que optan por modelos alternativos, entre ellos se encuentra el vivir solo. Es una visión del mundo y de las formas de vida y de relación social muy diferente de la que tuvo la generación anterior», apunta el sociólogo de la UC.
Entre las causas de esta transformación social, Zubieta señala la disminución de la nupcialidad y la natalidad, la gran movilidad geográfica, que «dificulta que se consoliden las relaciones de pareja», y el gran valor de independencia y la libertad individual en la sociedad postmoderna. Claro que, como observa el psiquiatra Baltasar Rodero, además de esa soledad «buscada, deseada, incluso trabajada», que «insufla bienestar, serenidad, actitud positiva», hay otra que «implica marginación, exclusión, alejamiento de la norma, incluso desprecio de esta: en definitiva, ausencia de participación social». Por todo ello se paga un peaje.
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«La soledad no tiene sexo, afecta a hombres y mujeres, no se corresponde con raza o cultura, es un hecho natural que se desarrolla por la desconexión con la manada con la que nos hemos identificado, y el barrido de los referentes implica la necesidad del reencuentro con otros nuevos, en cuya búsqueda hemos de desplegar todas nuestras energías; ello va a implicar una disminución de nuestras defensas por el esfuerzo emocional y físico, y un incremento en nuestros niveles de alerta, pues nos sentimos en ese caminar entre enemigos. Es un esfuerzo que, mantenido en el tiempo, provoca enorme desgaste: disminuye nuestras capacidades intelectuales; al atender a más requerimientos, como la defensa de nuestro equilibrio psicológico, disminuye la resistencia al esfuerzo, aumenta la tensión emocional. Controlamos peor nuestros impulsos, disminuyen las defensas inmunitarias y la expectativa de vida se acorta».
Para analizar el fenómeno de la soledad no deseada resulta interesante el estudio recientemente publicado por Unate, la Universidad Permanente, que centra el foco en la situación de las mujeres mayores de Cantabria y lleva por título 'Escuchar el silencio, evitar el estruendo'.
En él se llama la atención sobre el hecho de que de las 7.561 personas mayores que vivían solas en la región (INE), casi un 69%, 5.232, eran mujeres. Las encuestas llevadas a cabo en esta investigación reflejan que el motivo de esa vida en soledad obedece a una decisión propia en el 42,6% de los casos, mientras que en el 57,4% restante se debe a «circunstancias».
El libro incluye un trabajo de campo que ha contado con la participación de mujeres mayores del entorno rural, donde el problema de la soledad no deseada se agudiza. De sus testimonios se desprende que la marcha del hogar de los hijos y la viudedad son las dos situaciones vitales que más acentúan el sentimiento de soledad, e identifican esta, cuando no es deseada, «como aquella que no es elegida, que es impuesta por diferentes circunstancias de la vida, y que genera sentimiento de tristeza, desasosiego y amargura».
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