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Gerardo Diego viajó en 1941 por un sur de Francia vencido, pero no ocupado, por el ejército alemán. Aún en shock, los franceses necesitaban explicarse cómo habían sufrido tan abrumadora derrota frente a un enemigo al que, solo dos décadas antes, habían impuesto un duro ... tratado de paz. «Porque si la historia, según la sentencia del clásico, es maestra de la vida, su magisterio se torna apremiante y urgentísimo cuando es historia de ayer y de hoy por la mañana, cuando es aturdido y contradictorio periodismo», escribía en el diario ‘La Nación’ el poeta santanderino.
Del periodismo nadie ha dicho que sea maestro de la vida, y ni siquiera una vida apropiada para un maestro, aunque maestros del periodismo hubo y hay, como Manuel Alcántara. Pero se trata siempre de una metáfora, pues no hay propiamente docencia periodística, sino solo «dicencia», un tener que decir, y «decencia», un saber bien decir.
El ‘clásico’ a quien se refería nuestro poeta era el romano Cicerón. La cita proviene de una secuencia más larga de su diálogo ‘Sobre el orador’, fuente que vuelve sospechosa una adopción tan entusiasta. El mensaje completo ciceroniano: «La historia, testigo de los tiempos, luz de la verdad, vida de la memoria, maestra de la vida, heraldo de lo antiguo, ¿con qué voz, sino con la del orador, se encomienda a la inmortalidad?»
Toda la ciencia histórica se ha construido contra esta frase. El historiador no es testigo de tiempos, sino de documentos, pues como testigo es otra cosa que historiador. Su juego de linternas no siempre puede mostrar toda la verdad, sino que debe conformarse con más modestas iluminaciones. Ni se fía un pelo de la memoria, que es siempre interesada, auto-exculpatoria, vindicativa, emotiva, olvidadiza, maniobrera. Tampoco puede la historia ser maestra de la vida, porque la vida necesita su utopía, que por definición no es histórica, y lo más que se podrá alegar es que la historia es «escarmentadora de la vida», pero parece pleito dudoso incluso para un buen letrado. Finalmente, no es heraldo de aquellas antigüedades tan en boga ya en la Roma republicana, a imitación de las «arqueologías» de los historiadores griegos: hay siempre un interés presente más allá de la veneración del precedente. Así que no conviene que se pase de retórica: se le vería el plumero como a un cacique caribeño.
La frontera que Gerardo Diego barruntaba entre la profesora Doña Historia y el atropellado Don Periodismo se situaba en el pasado fresco, recién pintado por el destino. Pues sobre ayer y hoy no tenemos libros de historia, solo periódicos. El humano contemporáneo está ansioso, pues, de historiadores, pero, cuando marca el teléfono de la esperanza intelectual, únicamente halla al otro lado a periodistas aturdidos (vocablo que viene de ‘túrpidus’ lo mismo que ‘torpe’). Lo de Cataluña es o porque se ha dejado de la mano o porque se ha cargado la mano. Rajoy es o la Brigada Mecanizada 155 o la abuela de Piolín. En votos han ganado los catalanes de fe española, en escaños los españoles de fe catalana. Decir que algún día los historiadores explicarán esto es correcto, pero resignado: algún día lo nuestro será curable... en otro. ‘Lo nuestro’ esencialmente incurable es la falta de perspectiva ‘selfie’, pues no somos Marty McFly ni viajamos al futuro en un DeLorean.
Acudamos, entonces, al poeta cuyo futuro sí somos ya. En 1966, pleno franquismo, deja constancia Gerardo Diego de su peculiar experiencia en el texto ‘Mi Cataluña’. Cuenta cómo, ante la aparición en un evento en Bélgica de dos carteles diferentes para ‘Espagne’ y ‘Catalogne’, acordaron con los literatos catalanes compartir la etiqueta general ‘España’ añadiendo después, en cada caso, ‘cultura castellana’ o ‘cultura catalana’. Celebraba el autor cántabro ya en aquellos días el camino de reconocimiento mutuo entre una y otra literatura. «Todo catalán es bilingüe desde su educación primaria»; se editaban cada vez más libros en lengua catalana, lo que no impedía encontrar allí la naturalidad poética en el uso de la «lengua imperial de España».
Recibido y agasajado por los agustinos en Montserrat, compone unos versos de homenaje. He aquí una parte de las estrofas finales: «¿Pude ser catalán? Acuna el Ebro / mi montaña natal. El algarrobo, / el olivo, el almendro en tierras rosas. / Y en Montserrat mi verso. / Quién te parlara, lengua catalana, / hija feliz de Ampurias y Tarraco». Todo esto, publicado hace más de medio siglo, muestra una cercanía intelectual y emocional bastante superior a la que hoy podemos verificar en muchas opiniones con más barba que un náufrago.
Tenemos al lado de Cantabria una de las lenguas más insólitas de Europa y nuestra curiosidad por ella es, admitámoslo, discretísima. Unos la hacen depósito de su diferencia porque otros se lo hacemos de nuestra indiferencia. Una nación en que unos no se interesan por otros quizá acabe dejando de serlo algún día. Junqueras es historiador retórico; Puigdemont, periodista aturdido. Casi que nos quedamos con Gerardo Diego, catalán en conato; tómese ‘conato’ en sus positivas acepciones académicas 2 y 3: «propensión» y «empeño». España o es conato recíproco o no es.
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