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Juegan en Segunda B, la tercera división de siempre. No son héroes, aunque por el relato extendido de sus hazañas en los medios puedan parecerlo. Mucha literatura adorna sus peripecias o incide en sus fracasos. Un dolor, una molestia, una lesión, todo es noticia. Lástima ... que ellos no tengan tiempo apenas para leer o escuchar, ocupados como están en su profesión, de entrenamiento diario y sacrificio ejemplar. Una actividad que parece imposible de conciliar con otras zarandajas.
Juegan en Segunda B, y cada semana apenas mil sufridos espectadores van a observar sus evoluciones. Es una suerte de masoquismo, una apuesta por el aburrimiento garantizado, con los sonidos del balón de fondo, multiplicados por el eco triste de las gradas casi vacías. Abajo, en el césped, deambulan como ejemplo vivo de un proyecto que se ha degradado, porque todo se degrada cuando no se cuida. («Aprended, flores, en mí / lo que va de ayer a hoy / que ayer maravilla fui / y sombra mía aun no soy»). Pero no queremos aprender y nos empeñamos en seguir apuntalando con fichajes un proyecto fallido, cuando lo más sensato puede ser pararse y empezar de cero, y regresar a la cantera, a los orígenes. Pero no. Juegan en Segunda B y quieren ascender a la otra Segunda para estar más cerca de la Primera y de sus contratos millonarios.
Aunque de momento no están bien clasificados en esa categoría tercera, imitan los gestos de los ídolos, se cortan el pelo a su manera y quieren tener coches como los suyos, máxima aspiración de cualquier futbolista que se precie. Y lucen llamativos tatuajes, como antaño los lucían marineros y piratas.
Conozco a otros deportistas que tienen tatuados, muy discretos, cinco aros, para mostrar el orgullo de haber participado en alguna olimpiada (María Peláez Navarrete estuvo en cinco. Busquen en Google). Pero no son futbolistas. Ni tienen sus sueldos, ni su cobertura mediática. Y es una pena porque, si alguien se interesara por ellos, están sobradamente preparados para transmitir a los jóvenes actitudes ejemplares.
Lo decía Josep María Beá: «Cosa rara el Universo».
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