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Oleksander, Ruslana y su hijo Myron Safoshyn llevan diez meses viviendo lejos de su hogar. Y aunque en estas situaciones sacar algo positivo parezca imposible, dormir «con la tranquilidad» de que seguirán vivos al día siguiente no es poca cosa. El 24 de febrero de 2022 se despertaron mucho más temprano de lo habitual. Un ruido «ensordecedor» les levantó de la cama. Se asomaron por la ventana y vieron los fogonazos de los misiles. Ambos dirigieron la mirada hacia la cuna de su hijo, que la semana anterior había celebrado su primer cumpleaños. «La guerra estaba al lado de nuestra casa. Justo en la puerta. Y nos paralizó el miedo. Así que hicimos las maletas rápidamente». Casi un año después de su partida, ya asentados en Cantabria, cuentan el tsunami de emociones que han vivido desde entonces. «Todos los días soñamos con volver a ser felices». Su historia es la de tantos refugiados que viven con la angustia de no saber cuándo volverán a casa para reencontrarse con sus seres queridos.
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Durante los primeros días de la guerra las explosiones en Kiev eran persistentes y el matrimonio Safoshyn temía por el bienestar de su hijo. «Nuestro bebé tiene síndrome de Down y una salud muy delicada». Su historia y posterior huida están marcadas por el estado de su pequeño. «Cuando nació, justo un año antes de la guerra, casi lo perdemos. No respiraba bien. Los médicos consiguieron salvarlo pero nos avisaron de que sería muy frágil para siempre», explican.
Oleksander Safoshyn
Refugiado
Por eso, su viaje hasta Cantabria se alargó más de la cuenta. Tenían que tener mucho cuidado. «Esperamos demasiado tiempo su llegada, como para perderlo...». De hecho, llegaron a la región el 13 de abril del año pasado, casi dos meses después del comienzo de la contienda. Un periplo que comenzó en un refugio antiaéreo cercano a su vivienda, sin agua ni electricidad, y que terminó en Santander. «Desde el escondite en el que nos refugiamos escuchábamos todo lo que ocurría en el exterior. Las explosiones eran aterradoras y nos encerrábamos en el baño. Por suerte Myron pasó mucho tiempo dormido. No nos podíamos quedar más allí, así que unas semanas después, nos fuimos a la frontera con Polonia».
Fue allí cuando la asociación ucraniana de personas con síndrome de Down PRISM Foundation, a la que pertenecen, se puso en contacto con ellos para explicarles que una familia de Castro Urdiales, con un hijo con la misma afección, estaba dispuesta a facilitarles su llegada a Cantabria. «No existen suficientes palabras de agradecimiento. Nos llevaron a Cruz Roja y ayudaron en los primeros meses. Nos salvaron», subrayan. En todo este tiempo han pasado de vivir en un hotel en Isla a alojarse en un piso en Santander. «De vez en cuando me ofrecen trabajo como carpintero. Pero mi mujer se ve muy limitada por cuidar a nuestro hijo. Así que hacemos lo que podemos. Vivimos el día a día», dice Oleksander.
Los que también han vivido en un hotel hasta hace apenas un mes, que se mudaron a un apartamento, son Elena, Nazan y su hijo Davide Panchenko. «En enero encontramos un piso en Oruña y nos fuimos del hotel Camargo, en el que hemos vivido los últimos meses», comentan. Un hecho que supone «un paso hacia adelante» comparándolo con su vida de Irpín, ciudad al noroeste de Kiev, en la que residían.
Atrás dejaron la habitación de un hotel que se convirtió en hogar y en el que Elena trabaja ahora como cocinera. «El dueño me contrató y le estaré eternamente agradecida. Me ha dado la oportunidad de tener independencia y así reconstruir la vida de mi familia», cuenta. Y es que encontrar trabajo es uno de los mayores desafíos a los que se enfrentan los ucranianos desplazados. No es fácil si tienen un estatus temporal y además no dominan el idioma. Algunos, los menos, hablan inglés, pero no es suficiente. Necesitan saber castellano a un nivel que les permita trabajar de cara al público, que son los empleos más ofertados.
Elena Panchenko
Refugiada
Aunque están «agradecidos» por esta oportunidad, reconocen que aún les cuesta echar la vista atrás y recordar el día en el que tuvieron que abandonar su hogar. «Damos las gracias por seguir vivos. Pero realmente es muy fuerte lo que ha ocurrido», relatan. «Sabíamos que los rusos iban a llegar en algún momento. Así que estábamos preparados».
Y el día llegó. «El 24 de febrero explotó el aeropuerto de Hostómel, muy cerca de nuestra casa». Nazan, por problemas de salud, no podía quedarse en el frente. Así que, reunieron todos los documentos y se marcharon «lo más lejos posible».
Al principio se refugiaron al oeste del país, en Khmelnytskyi, donde vivían los padres de Elena. Pero sentían que corrían peligro. Ahí fue cuando sopesaron la idea de refugiarse en otro país europeo. «Entendimos que la guerra no iba a terminar tan rápido como nos gustaría».
De hecho, la guerra aún queda demasiado cerca. Y en el mismo hotel en el que vivieron, abundan los testimonios de sus propias víctimas. Valeriia Yermolenko, que tiene 19 años, abandonó Ucrania por miedo. «Me fui de mi país porque no era un lugar seguro. Necesitaba seguir con mi vida. Y llevo un año sin ver a mis padres». Un viaje muy complicado que finalmente deparó en Cantabria, un lugar «rodeado de buenas personas» al que ya se ha adaptado.
Valeriia Yermolenko
Ahora estudia y trabaja al mismo tiempo. Sigue a través de internet todas las clases que perdió por culpa de la guerra y es camarera temporalmente. «No es la vida que me hubiese imaginado tener a mi edad. Pero es lo que hay. Tengo suerte de poder estar contándolo. Otros ya no pueden», lamenta esta joven refugiada, que no pierde la esperanza de regresar a su casa «algún día».
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