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La sensación de José Castillejo Duarte tuvo que ser horripilante. A sus 59 años, tras haber dedicado toda su vida a la mejora de la educación y la ciencia en nuestro país, este catedrático de Derecho Romano, políglota, con dos doctorados y que había enviado ... a decenas de jóvenes a formarse en el extranjero, tuvo que huir de un Madrid en guerra y refugiarse en Londres, donde ya estaban, gracias al Foreign Office, su esposa inglesa, Irene Claremont, y el resto de la familia.
¿De qué había servido todo el empeño educador nacido de aquellas bases que Francisco Giner de los Ríos había presentado en agosto de 1875 en Valle de Cabuérniga, en la casona de los González de Linares, y que habían dado lugar a la Institución Libre de Enseñanza en 1876? El propio Giner había dirigido los primeros pasos de ese brillante manchego que era Castillejo, y lo había enviado a estudiar a Alemania. Se habían hecho después, con el apoyo firme de los liberales de la Restauración (Moret, Romanones), grandes cosas: la Junta de Ampliación de Estudios, la Residencia de Estudiantes, el Centro de Estudios Históricos, el Instituto-Escuela. En todo ello sobresalió el genio organizativo de Castillejo.
El drama del liberalismo, y con él de España, fue el naufragio de estas propuestas innovadoras y sensatas. Señalado por la prensa socialista radical, Castillejo estuvo a punto de que las milicias populares que se enseñorearon de Madrid en verano de 1936 le dieran el 'paseo', pero tuvo alguna protección de otro institucionista, el catedrático Francisco Barnés, de la azañista Izquierda Republicana, que era ministro de Instrucción Pública. Castillejo fue entonces reclamado desde Londres por el clasicista Gilbert Murray, presidente de un comité de la Sociedad de Naciones, y así pudo escapar. Al poco publica en suelo inglés lo que podríamos llamar una teoría de la historia de España desde el punto de vista educativo-cultural: 'War of Ideas in Spain: Philosophy, Politics, and Education'. Castillejo muere en el exilio británico en mayo de 1945, pocos días después de la derrota final del nazismo, a la que él había contribuido con su labor desde los micrófonos de la BBC. Los vencedores de la guerra civil le habían desposeído inicuamente en 1939 de la cátedra que había ganado en 1905 con solo 28 talentosos años.
'Guerra de Ideas en España' es un texto interesante, no sólo como visión de la evolución de nuestro país, sino también como testimonio de su tiempo y, por contraste, del nuestro. Aquel sueño pedagógico de una noche de verano en Cabuérniga fue condensado en las directrices que Giner, filósofo del Derecho, y su mano derecha, Manuel Bartolomé Cossío, historiador del Arte, transmitieron a los gobiernos liberales de principios del siglo XX y que Castillejo resume en este libro. ¿Sería preocupante que aquellos principios aún fuesen asignaturas pendientes? Veamos algunos.
Primero: la única aristocracia verdadera es la del talento, luego la escuela es la mayor fuerza social. Segundo: la educación es función esencial, pero no ha de ser un monopolio del Estado, sino que ha de haber escuelas privadas con libertad de ideales y métodos, que puedan experimentar a pequeña escala. Tercero: evitar el reglamentismo, la rutina, la uniformidad, la rigidez y la centralización, pero también «las reformas apresuradas e improvisadas, inventadas por un ministro o que representan los intereses de un partido político, condenadas desde un principio a desaparecer con el primer cambio de Gobierno». Cuarto: las reformas no deben emprenderse sin personal preparado y su dirección debe ser profesional y con personas de todas las sensibilidades ideológicas, de modo que no den lugar a disputas políticas ni religiosas. Había otros principios interesantes, como no hacer obligatoria la enseñanza elemental (si es útil, los niños querrán ir; si no, obligarlos es «una crueldad»), pero pensemos en los ya citados y en esta Cantabria que ahora comienza nuevo curso académico.
Sobre el primero: ya se habla más de talento, pero los pedagogos no hablan de aristocracia, que suena anticuado, cuando en realidad, como decía Ortega, no es más que reconocer a quien es mejor en algo, sea tocar el piano o cultivar tomates; nuestra palabra mágica es 'inclusividad', pero no se explica para qué: el objetivo de incluir es que el talento y la sensibilidad de cada persona no queden sin trabajar. La «inclusividad en la rutina», por el contrario, no parece una meta muy atractiva.
Eso nos lleva al segundo punto: aunque aproximadamente un tercio de la educación obligatoria cántabra se realiza en centros privados concertados, las condiciones para la homologación de sus enseñanzas restringen bastante su libertad experimental; se tiende a cierta uniformidad debida al marco administrativo y en ese contexto a los docentes les resulta más trabajoso estimular el talento del alumnado, aunque la oferta de actividades complementarias tiende a compensar este problema. Pero es una paradoja que el hecho cualitativo sea lo complementario: ¿estamos definiendo mal lo 'central'?
Tercero: hay rigidez porque se tiende a una normativa con fuerte carga burocrática; no somos conscientes de las tareas administrativas de los profesores, el 'papeleo digital' añadido a lo que debería ser su casi exclusiva función: educar. Las complejidades discurridas por ociosos ideólogos en servicios centrales vienen, además, de la mano del espíritu de partido. Mientras que los cambios educativos necesitan tiempo para madurar, en España, y en Cantabria por consecuencia, la principal razón para hacer una ley nueva es el cambio de signo del Gobierno. Una alumna que transite desde Infantil hasta Bachillerato puede llegar a conocer dos o tres leyes orgánicas diferentes, más su correspondiente chaparrón de decretos. Y cuarto: no hay un 'directorio' profesional, pluripolítico y prudente para ir encauzando las reformas. A todos nuestros directorios se les ve el plumero desde la otra punta del planeta.
Aquellos anhelos veraniegos de Giner, Cossío y González de Linares en Cabuérniga siguen siendo en parte un 'desiderátum'. Los sueños, sueños son, y los pedagógicos todavía más. De la casona montañesa a la colina londinense donde yace Castillejo se trazó, a través de siete décadas exactas, el camino del sueño a la pesadilla. Querríamos creer que fue 'sólo' la tragedia de unos pioneros, pero eso daría por supuesto que sus principios han ganado el pulso que sus personas perdieron. Pregúntese usted si el nuestro es un país más bien liberal o más bien sectario, y ahí tendrá cada cual su contestación.
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