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A Oksana Povornyua le galopa el corazón en la caja cada vez que su familia en Ucrania le advierte por teléfono de que estará incomunicada el tiempo que dure el zumbar de las sirenas. «Las ponen cada muy poco, porque las amenazas son continuas; ... pero por suerte no están cayendo las bombas. Nuestro ejército está haciendo bien su trabajo y las están interceptando con eficacia», explica esta mujer.
Ella nació en Ucrania hace 52 años y llegó a Cantabria hace 19, se casó con un cántabro y formó una familia. «Yo estoy aquí, pero buena parte de mi familia está allí; aunque a día de hoy, y lo digo con total convicción, mi familia son todos los ucranianos que están sufriendo esta sinrazón, porque hoy sentimos que todos los compatriotas somos hermanos».
Además de ese sentimiento de hermandad colectiva, los lazos de sangre le mantienen pendiente del móvil para comunicarse con Ivano-Frankivsk, una urbe de 230.000 habitantes al oeste del país, cerca de la frontera con Polonia, Eslovaquia, Hungría y Rumanía. «En su caso están atentos a cada aviso de las sirenas, aunque no están sufriendo tanto los ataques; pero eso no quiere decir que no estén haciendo la guerra también». Oksana confiesa que ninguno de ellos baraja huir del país. Prefieren quedarse y luchar, defender lo que consideran suyo y el derecho a una vida libre.
Pero, como en toda guerra, hay diferentes formas de lucha. Una, en el frente. Y otra, también importante, en la retaguardia, donde se da cobijo a los compatriotas que huyen de grandes ciudades como Kiev o Járkov, donde se gestionan los cargamentos de comida, ropa y medicinas que llegan a las fronteras para distribuirlos por todo el país y donde se trabaja para echar una mano a todos los ciudadanos que, tratando de huir del ataque ruso, buscan cruzar a Polonia.
«La familia por parte de mi padre está en otra población cercana, de apenas 66.000 habitantes, Kalush. Ellos tampoco van a huir. Más bien van a intentar aguantar a ver si hay suerte y todo pasa sin que la guerra llegue de verdad a esa ciudad». Allí los vecinos han empezado a acoger personas que huyen de la guerra y que necesitan hacer noche en algún lado en medio del éxodo. Lo peor, a estas alturas de la guerra, cuando ya ha pasado cerca de una semana desde que comenzaron los primeros bombardeos, es la falta de suministros. Los supermercados comienzan a estar en mínimos y el agua embotellada escasea, precisamente porque una de las tretas utilizadas por los rusos ha sido cortar el servicio en muchas poblaciones.
«Cada vez hay menos comida. Están sobreviviendo a base de arroz, macarrones y toda la pasta que se puede cocer, pero se están acabando el agua y los víveres. Y así están empezando a pasarlo mal».
Confiesa emocionada que está sufriendo mucho en la distancia: «No sólo por mi familia sino por todos los ucranianos que están encerrados en los refugios. Hay mujeres jóvenes que están teniendo que dar a luz allí abajo. Otras con bebés a los que ya no les pueden dar la teta. No hay tampoco leche para biberones y los más pequeños están empezando a pasar hambre», cuenta sin poder contener la emoción.
En Kalush vive otra prima. Su tía tiene ya 80 años y no está bien de salud. «Tiene la tensión muy alta y saben que si huyen no van a llegar a la frontera, porque está muy mal», revela. Quienes viven en edificios altos, o en pisos, que no tienen refugio -los ucranianos tienen por cultura construir junto a sus casas un trastero bajo tierra que suelen utilizar de despensa-, se esconden en el garaje. «Tengo una amiga que me cuenta que cierra todas las puertas de las habitaciones, se tumba con su familia en el pasillo y aguarda a que ninguna bomba caiga en su edificio».
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Los creyentes rezan porque Bielorrusia no entre en la guerra. «Es el mayor temor, porque sabemos que si lo hacen, cualquier misil podría alcanzar a cualquier lugar del país. Sería catastrófico porque nos dejaría completamente vulnerables a cualquier ataque aéreo a distancia», declara.
Un misil de largo alcance podría impactar contra la gran fábrica química de la que vive una buena parte de la población de Ivano-Frankivsk. «Sería la muerte de toda la urbe. La toxicidad mataría a todo el mundo en un radio muy amplio y es lo que todo el mundo desea que no suceda; porque es un enclave estratégico que los rusos, por pura lógica, podrían destruir».
Desde Cantabria, ella se consuela pensando que está haciendo todo cuanto está en su mano. «Vamos a intentar reunir toda la cantidad de víveres y medicamentos posibles para mandarlos. Nuestra gente necesita ayuda y lo estamos consiguiendo», cuenta Oksana, que es conocida en el mundo del deporte por ser entrenadora del Club de Natación Torrelavega.
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