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Ya están aquí, fornidos, con lanza larga y espada corta, vociferando cantares y golpeando en sus escudos para amedrentar al enemigo. Son los Aunigainos, guerreros mercenarios temidos por su fiereza, adoradores –sangre y fuego– de Erudino. Siguen a su jefe Arquio, ‘El Grande’, que recibió ... de Ambato la espada del mando que se transmite por la sola herencia del valor. Dos jóvenes se han unido esta campaña al desfile de la tribu por las vías corraliegas: Pablo Zuloaga y Pedro Casares. Ambos –cuerpo fino, idóneo para moverse en palacio, y pies ligeros, dignos herederos de los del veloz Aquiles– calzan sandalias de cuero y no molestas pieles, como si fueran a tomarse un baño en el Sardinero un día de asueto. Avanzan seguros antes de pasar por la tribuna de autoridades, donde el jefe de todas las tribus cántabras espera, presidiendo la marcha guerrera, flanqueado por sus consejeros.
Los Aunigainos llegan frente a él. Y Pablo lo saluda –cinta en la cabeza, cara pintada, collar al cuello y cuerna en la cintura– con la diestra elevada, empuñando la espada de antenas. Se siente fuerte y bien respaldado, porque en lo alto de la grada sus fieles lo aclaman. Además, sabe que el jefe acaba de llegar de la capital del reino, donde le han transmitido el total apoyo a cuantas decisiones él tome, por dolorosas que sean o inexplicables que parezcan. Y el jefe –veterano en lides políticas– acatará la orden, disfrazada de consejo. Acaso por ello algunos de sus consejeros prefieren no mirar al joven guerrero. Son esas leyes no escritas de la política, a la que todos dicen –Zuloaga, el primero– que hay que llegar con el billete de ida y vuelta en el bolsillo, si bien luego muy pocos utilizan el del regreso definitivo a casa y prefieren apearse en estaciones intermedias. Ya están aquí los Aunigainos. Y los viejos de la tribu les han dicho que no tengan piedad con los vencidos, porque no hay peor cuña que la de la misma madera. Pero en ocasiones también los viejos se equivocan.
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