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A sus 38 años, Oksana Bushmych confiesa que hasta ahora no había conocido la verdadera intensidad que pueden alcanzar sentimientos como la rabia y la frustración:«No entiendes lo que pasa, no comprendes cómo hemos podido llegar a esto. Tengo a mi familia allí y ... me explican que cada noche se acuestan sin saber si a la mañana siguiente seguirán vivos», confiesa con un nudo en la garganta.
Ucraniana de nacimiento, Oksana llegó a Cantabria hace 14 años, luego se casó y tuvo dos hijos; pero buena parte de su familia aún reside en aquel país. «Tengo allí a mis padres, a mi hermano, a mis suegros, a mis tíos y a mis primos».
Cuenta que la preocupación ha ido creciendo a medida que la escalada bélica se ha recrudecido, que la sinrazón de la guerra ya está en todas partes y que el miedo es el peor enemigo en «unos días de incertidumbre que son insoportables allí, pero también aquí, porque no puedes hacer nada por ayudarlos». «Siento una impotencia y una rabia inmensas».
Suerte que toda su familia allí reside en zonas rurales, más apartadas de las dos grandes urbes, tanto Kiev como Járkov, donde se concentra el fuego. «Mis padres y mi hermano están en un pueblo llamado Zubryza y los bombardeos aún no han llegado a esa zona;pero en general la gente está asustada porque saben que nadie va a parar a Putin. Saben que no se va a rendir, porque lo conocen, y por eso temen que esto no termine».
Habla con ellos todo lo que puede. Se conecta por videoconferencia «todo lo que me permite el trabajo». Desde allí, le cuentan que ya casi nadie puede escapar del país. Que se han quedado los ancianos y que las mujeres y los niños son los únicos que cruzarán la frontera porque los hombres entre 18 y 60 años tienen prohibido huir. «De cualquier manera no están tratando de huir. Todo lo contrario», afirma. «Es gente que prefiere quedarse y luchar por su país, por su familia, por sus casas...». «Mi familia no va a huir, no quieren venir, y aunque quisieran, mi hermano tiene 43 años y no le dejarían».
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José Carlos Rojo
En las noches el temor se multiplica. «El toque de queda obliga a todos a permanecer en casa y no pueden encenderse las luces porque facilitarían los bombardeos». Lo peor es tratar de dormir con la sensación de indefensión, «pensando que no tienes por qué enterarte cuando un bombardeo sobrevuele tu casa y te caiga una bomba. No saber si vas a poder seguir vivo al día siguiente genera mucha ansiedad».
Por la mañana, la solidaridad de los vecinos ayuda a que no impere la ley del más fuerte. «Los supermercados están bajo mínimos. No queda producto fresco y la gente hace acopio de productos no perecederos por lo que pueda venir». Tampoco hay combustible. Las colas frente a las gasolineras son infinitas y en Kiev ya no queda ni una gota. «Allí, los que se quedaron, ya no pueden salir. Y la mayoría ha vaciado los bancos del poco efectivo que quedaba y ha huido a las zonas rurales».
Oksana también se comunica a diario con sus primos y tíos. «Ellos viven en otro pueblo, Úzhgorod. Ellos están igual de mal, a la expectativa y con incertidumbre». «En el fondo no esperaban que esto fuera a estallar porque la tensión ha estado muy presente siempre, pero no imaginaron que fuera a desencadenar un conflicto».
La frustración es máxima cuando pasan los días sin que avancen las negociaciones. Pese a que este lunes Rusia comunicó que no cierra la vía diplomática, muchos ciudadanos ucranianos no entienden el porqué de la tibieza de Europa y EE UU a la hora de aplicar las sanciones a Rusia. «Nosotros no podemos hacer mucho más desde la distancia; y es muy lamentable que tengas que conectarte cada día por videoconferencia para ver a tu familia y no saber si vas a poder seguir viéndolos en la próxima conexión. No puedes abrazarlos, no puedes consolarlos más que a través de una pantalla».
Allí, el enemigo, en algunos casos, hasta deja de ser enemigo. «Me han contado historias de niños de 20 años que han ido engañados al frente. Son niños a los que los dijeron que iban a hacer prácticas de tiro y se han encontrado metidos de lleno en una guerra». «Esos críos están tirados, muertos, en las calles de Kiev. Nadie los recoge y esas madres nunca volverán a verlos».
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