«Antes éramos invisibles, ahora nos miran a los ojos para soportar lo que pasa»
DESDE DENTRO II: Juan Antonio Caracciolo | 50 años | Loredo ·
El enterrador del cementerio Ciriego narra el adiós con el covidSecciones
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DESDE DENTRO II: Juan Antonio Caracciolo | 50 años | Loredo ·
El enterrador del cementerio Ciriego narra el adiós con el covidMarta San Miguel
Santander
Domingo, 23 de mayo 2021, 07:42
Un jardinero pasa el cortacésped en la entrada al cementerio de Ciriego y las margaritas ceden sus puntos blancos a una alfombra verde y uniforme. Juan Antonio Caracciolo (Loredo, 1971) se acerca y le llama por su nombre, el hombre detiene la máquina y se sonríen tras la mascarilla. En ese instante se escucha el viento y el piar de los pájaros. Pero enseguida vuelve a accionar el motor, y como si la obligatoriedad de su tarea les protegiera de algo, ambos regresan a lo suyo. Caracciolo viste un jersey azul celeste. Sería fácil decir que es del mismo color del cielo cuando sopla el nordeste en la Virgen del Mar y que combina con el color de sus ojos, pero si esta mañana estuviera trabajando, vestiría un uniforme gris, polar arriba, botas de montaña abajo, como llevan sus compañeros. «Hoy descanso, es mejor así para hablar», dice mientras avanza por la cuesta entre panteones y tumbas al ritmo que le da su 1,90 de estatura. Con cincuenta años y la voz rasgada por el tabaco, tiene el brazo largo de un jugador de bolos, aunque no lanza una bola desde que empezó la pandemia. «No me atrevo a tocar los bolos», dice. Y se mira las manos con las que tapa los nichos y que ahora sostienen un botellín de agua que no beberá durante el paseo por el cementerio donde trabaja, un parque donde a todas las flores se les ven los tallos y que, para él, es un mapa emocional con hitos que brillan ahí donde ha depositado algún cuerpo en los diez años que lleva ejerciendo como enterrador e incinerador. Con la pandemia, sin embargo, esos hitos se iluminan demasiado, como las bombillas justo antes de fundirse al explotar.
¿Es posible que recuerde dónde ha enterrado a cada persona? «Claro», dice, «y también recuerdo las personas que estaban acompañándolo, aunque ellos a mí no me veían, yo era invisible», dice desde su llamativa estatura. ¿Invisible? «Es así, en esos momentos no te ven». Y no le hace falta mencionar el duelo y la irrealidad que desprende la muerte mientras él hace su trabajo para comprenderlo. «Metes el féretro, lo tapas, lo cierras, y sólo cuando les decía 'les acompaño en el sentimiento' reparaban en mí». Con el covid esto ha cambiado. «Ahora te miran a los ojos buscando una explicación para soportar lo que sucede. Se preguntan ¿qué ha pasado aquí, si la semana pasada estaba en la residencia, o estaba en casa, o fue al supermercado? Al principio de la pandemia sólo podían venir tres personas, luego diez, y siempre notaba que te buscaban con la mirada. Te buscaban desconcertados. Tenían miedo y te decían ¿pero dónde lo ha cogido, se lo he llevado yo a casa?», recuerda mientras juguetea con el tapón de la botella de agua sin saber si abrirla o cerrarla; una botella también azul, como el jersey, sus ojos, como el cielo que aprieta el cementerio desde arriba.
despedida
la muerte
El cambio empezó en marzo y abril: «Nos decían que los féretros se desinfectaban cuando salían de las residencias o de Valdecilla, pero como no se sabía si tocando aquí o ahí se podía contagiar, nos lavábamos constantemente». Nunca usaron EPI, llevaban mascarilla, guantes, «y nada más hacer un servicio, nos quitábamos la ropa, la metíamos en una bolsa y a lavar». Ese miedo inicial dio paso a algo peor, cuando empezó a subir la carga de trabajo. «A partir de verano empezamos a enterrar mucho más, sobre todo en el pico de la segunda ola». De hecho, si la media de servicios en Santander era de cuatro al día, en la pandemia llegó a ser de diez. ¿Cuánto pesan ahora esas cifras? «Libro una semana, y cuando entro a trabajar en lunes, esos domingos duermo mal pensando en lo que me encontraré al día siguiente, cuando antes de la pandemia yo dormía como un lirón». ¿Qué teme encontrarse? «Que no me apetece llorar. Quiero ser un robot, pero aquí ya no puedes, ahora es inevitable que algunos te toquen la fibra». ¿Antes entendía mejor la muerte? «Antes la veía natural», responde sin pestañear. «Se moría alguien de 85 años, o un infarto a los 50 y pensabas qué mala suerte. Ahora hay un pero. El coronavirus ha hecho muchísimo daño, hay demasiada gente que no se tenía que haber ido, que no le tocaba». Y observa el cementerio y ese mapa mental que sólo él es capaz de ver activa esos hitos rojos como en un mapa de Google. «Sígueme», dice entonces, y echa a andar hacia una de las naves del camposanto con pasos amplios y lentos. «Ahí enterré a una mujer que había muerto en una residencia y su hijo se enteró cuando le avisaron de la funeraria, además ya la habían incinerado», dice señalando un lugar entre decenas de lápidas. Mientras avanza, se gira y señala otro punto: «Aquí enterré a un hombre cuyo féretro llegó sin familia. A saber la razón, quizá estaban en cuarentena, o no eran de aquí y por la pandemia no pudieron venir. Yo le recé un padrenuestro por respeto, porque nadie se merece irse sin una despedida, solo. Y más en la pandemia», insiste sin dejar de caminar y apuntar lugares donde los nombres propios tienen una historia familiar que en ese instante tiene la resonancia de las pisadas en el grijo. «Ese es mi rincón favorito», dice señalando unas escaleras que dan a un solar donde algún día se construirá una nueva nave: «Me gusta sentarme ahí porque veo todo el cementerio, quién sube, quién baja, ¿sabes que hay unas veinte personas que vienen a diario, llueva, granice o haga sol? Todos los días». No habla con ellos, pero les conoce a todos, dice mientras avanza con la frente ligeramente agachada, como si fuera rindiendo un respeto involuntario a lo que le rodea. «Desde que empecé a trabajar aquí, me cruzaba con un hombre que venía a ver a su mujer cada mañana. Pasaba una hora ante su lápida, la besaba, ponía flores. Todos los días. Nos saludábamos y como mucho nos cruzábamos diez palabras. En septiembre cogí una semana de vacaciones. Cuando me incorporé, no le vi. Al día siguiente les pregunté a mis compañeros: lo enterramos cuando no estabas, me dijeron, se lo llevó el covid... ¿te puedes creer que le echo de menos a cada día? ¿Por qué le echo de menos?», y su no respuesta es el efecto que tiene la pandemia en él, «en todos está teniendo un efecto», dice, «que tardaremos al menos dos años en reconocer y asumir».
Se aleja llevándose consigo esa incomprensión, recorre un tramo ajardinado y como si se acercara al final de una adivinanza, sube unas escaleras y se planta ante una pared de nichos. «Aquí me pasó algo importante», dice señalando con la botella bien sujeta. Es una lápida idéntica a las de alrededor, pero para una familia son sesenta centímetros de mármol imantado. Y también para Caracciolo. «Ya podía venir más gente, y ese día había un niño de ocho años con la familia. Cuando metes el féretro, dejas un poco fuera para que puedan despedirse. En ese momento, el niño empezó a leer una carta a su abuelo, que había fallecido por covid, aunque era de esos casos no confirmados. Era una carta preciosa y me costó cerrar la tapa porque me temblaban las manos. Me salté el protocolo y le toqué la cabeza al niño, metimos la carta con su abuelo. Era el último servicio del día, y cuando acabé, salí por allí (señala el extremo contrario) y me eché a llorar donde no me vieran».
Hay un antes y un después en Caracciolo desde que el covid entró en escena. «A mucha gente no le ha tocado la enfermedad ni de cerca, pero yo no soy el mismo. Tengo un hijo de 8 años, él era consciente de dónde trabajo y no podía llegar llorando a casa. Luego están las relaciones sociales, tengo amigos que hace muchos meses que no veo». ¿Por qué? «Porque trabajo en un sitio así», y alrededor, las flores y la luz blanca de un cielo despejado se convierten en puro camuflaje. ¿Ha pasado miedo? «No, pero sí mucho desconcierto porque nadie sabía nada, ni cómo teníamos que coger el féretro». Y para evocarlo se dirige hacia una cripta. «Lo más chocante que me ha pasado en la pandemia fue cuando llegó un ataúd envuelto en papel film, como si fuera un paquete de Amazon», dice mirando el suelo, donde ahora sólo hay una elegante lápida. «Ahí me di cuenta de que estábamos ante un momento... –no encuentra el adjetivo–. Fue la única, después no volvió a pasar y las cajas siempre me llegaban cerradas y precintadas». Y así, sin ver el rostro, había que decir adiós. «Me ha pasado que familias pedían con lágrimas que por favor abriera para ver a su ser querido por última vez, y yo tener que decirles; no puede ser, lo siento, no puedo abrir porque ha fallecido por covid». Y mira la cripta donde descansa el ataúd mientras repite la palabra Amazon: «Embalado en film y así se metió».
Suena la megafonía, se oficia una misa por un entierro y Juan Antonio Caracciolo enfila el camino de vuelta por los mismos senderos donde ahora ya no hay margaritas sino una alfombra verde. Huele a hierba recién cortada. «Fíjate», y señala a un grupo que acaba de enterrar a un familiar. Todos visten de negro, pero sonríen con el niño de dos años que juega en la puerta de Ciriego: «Al final», dice, «la vida se abre paso».
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