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NACHO GONZÁLEZ UCELAY
Sábado, 20 de junio 2020, 07:00
Josefa Avelina Gómez Puente salió ayer de la residencia San Miguel de Meruelo apagando las luces de un lugar en el que ella nunca quiso estar. Muy cansada y bastante confusa, pero rebosante de buena salud, la mujer emprendió un emocionante viaje de ... retorno a su hogar -el centro de mayores Los Robles, en Mortera (Piélagos)- para volver a verse con su esposo, del que tiene los vagos recuerdos que le consiente su enfermedad. A él de ella no le queda ninguno. Su afección, más cruel todavía, terminó por borrárselos todos. Así que es probable que ese reencuentro sea más bien frío tirando a gélido.
Pero, de algún modo, su marcha de la residencia de Meruelo, donde ya solo permanecía ella, simboliza una porción del éxito que pueda atribuirse a las residencias de Cantabria en la encarnizada lucha contra el covid-19, que a primeros del mes de abril, cuando las cifras de los fallecidos se hacían ya insoportables, urgió a adecuar una instalación donde poder aislar a los usuarios contagiados por el coronavirus. Así, no sólo se les prestaba a ellos una atención sanitaria adecuada sino que, además, se evitaba que propagaran la enfermedad por espacios que resultaron ser altamente sensibles.
Comprometido con ese plan, el CAD San Miguel de Meruelo abrió sus puertas a 39 pacientes de entre 103 y 52 años de edad, todos infectados por el virus y derivados de otras residencias. Cinco no lograron sobreponerse. El resto, sí.
INGRESOS
Con la ayuda de una plantilla absolutamente entregada a ellos en la que milagrosamente no se ha producido ningún contagio, las 34 personas supervivientes han dado esquinazo a la muerte y salido de allí por su propio pie para emprender en sus orígenes la nueva normalidad.
A ella tendrá que hacerse ahora Josefina, que el día 31 de mayo ingresó en la residencia de Meruelo con el ánimo por el piso y ayer, casi tres semanas después, recibía la bendición de los médicos para volver a casa con la moral por las nubes.
Regresa pues a su hogar en Piélagos, la residencia Los Robles, una mujer de ascendencia lebaniega venida al mundo en la localidad de Caranceja, en Reocín, a mediados de los años treinta y que hace ya algún tiempo transfirió a su único hijo los recuerdos de una familia golpeada por el alzhéimer.
CONTAGIOS
Ni ella ni su esposo, Dámaso, son capaces de hilar por sí mismos un relato que ambos empezaron a escribir juntos durante un baile celebrado hace 65 años en Virgen de la Peña, donde él, un chaval de la Textil Santanderina, le propuso a ella, una discreta y modesta chica de pueblo, dar rienda suelta a un noviazgo luego sellado con el matrimonio y después consagrado con el nacimiento de su único hijo, Javier, un digno periodista de mundo que ha sido, por su profesión, el desvelo de su madre.
«Siempre ha sido muy protectora conmigo», admite el reportero, que no puede evitar echarle una partida a la casualidad. «Ahora recuerdo un viaje que hice a la Isla de Culión, en Filipinas». La famosa isla de los leprosos. O la isla de los muertos vivientes. El último gran lazareto que existe en el mundo y del que el periodista rescató un gran reportaje. «Cuando por fin regresé a casa y la conté dónde había estado, cogió la maleta y, directamente, la prendió fuego».
Entregada por entero a su familia, a su marido y a su hijo, los ejes motores de su existencia, Josefina, que en su vida aprendió a vivir sin ellos -ni lo quiso- dio un enorme bajón físico y emocional aquel día de 2018 en el que, sobrepasado por el alzhéimer, Dámaso tuvo que ser ingresado en una residencia de mayores. «Se le borró la expresión de la cara», dice Javier, que meses después, y por ese mismo motivo, decidió llevarla a esa residencia, donde hoy conviven como dos desconocidos.
El CAD San Miguel abrió la puerta en julio de 2019 para integrarse a la red de centros residenciales de la región de la mano del grupo empresarial Calidad de Dependencia. En trece días cumplirá un año. Tan joven como es, y tan bisoño, ayer escribió con letras de oro el epílogo de un relato memorable del primer al último renglón de muy recomendable lectura para poder comprender el significado de la palabra sacrificio y su verdadero valor.
Con la pandemia desbocada, allá a primeros del mes de abril, el dueño de la pomposa instalación, Rubén Otero, puso voluntariamente el centro a disposición del Gobierno de Cantabria, que, desbordado por la dramática situación en las residencias, buscaba donde aislar a los ancianos infectados en otros lugares de la provincia.
A Otero le importaron poco las llagas que ese ofrecimiento pudiera abrir en su residencia, convertida de la noche a la mañana en un lazareto moderno. Más que una mala publicidad, a él le importaba salvar vidas. Cuantas más, mejor.
Estaba por ver la respuesta de los usuarios de la residencia, a quienes esa decisión suponía su marcha temporal de las instalaciones y, en consecuencia, la salida de su zona de confort. Y la reacción de los empleados, para los que representaba una grandísima responsabilidad que la mayoría no dudó en echarse sobre las espaldas.
«Todos nuestros residentes hicieron un tremendo esfuerzo porque, de alguna manera, les estábamos echando de su casa», explica la gerente, Gema Díaz, que hoy encomia su comprensión y la de sus familias como una parte importante del éxito de la operación.
En cuanto a los trabajadores, «les ofrecimos la posibilidad de continuar aquí, incorporarse a otras residencias del grupo o, si lo querían, cerrar el contrato». Sólo cinco rehusaron al desafío. «Los demás nos quedamos en el barco. Asustados, pero nos quedamos en el barco».
Así, dieciséis gericultores, tres limpiadores, dos cocineros y un técnico de mantenimiento, «22 jabatos», dice Gema Díaz, abordaron el pasado 4 de abril una heroica misión de rescate que les llevó a jugarse la vida entrando a pecho descubierto en un terreno minado de virus para sacar de allí a 40 ancianos que se encontraban al borde mismo de la muerte.
Librada día a día y noche a noche durante dos meses y medio en los que se han llorado derrotas y se han celebrado victorias, la guerra acabó ayer con la tropa derrengada pero los objetivos cumplidos.
«Hemos tenido que enfrentarnos cara a cara con nuestros propios miedos», dice Gema Díaz. «Pero seguro que los sacrificios realizados han valido la pena», concluye triunfal.
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