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He pasado un tiempo sin conducir, y cuando bajaba a Santander, miraba por la ventana del pasajero como si viera por primera vez la ciudad. Descubrí que hay calles por donde se camina más deprisa. Descubrí miradores en lo alto de edificios que están muy ... vistos. Descubrí taxistas lectores. Conductores cantantes. Peatones impacientes. Descubrí tipografías geniales en comercios. Farolas escondidas. De todos los hallazgos, uno me sigue resultando inquietante. Hay un local estrecho con una bonita joyería dentro, y en el local contiguo, justo pegado, un Monte de Piedad que compra oro. La coincidencia es a veces un gigantesco sarcasmo; ambos establecimientos comparten pared, comparten acera, comparten calle, pero de aquí a unos años, podrían compartir además clientes. Uno nunca sabe en qué momento llega el gran revés. Es lo que tiene lo inesperado, que no se puede prevenir. Sin embargo, los mismos que antes compraban entusiasmados un anillo de pedida, pulseras grabadas, alfileres para la corbata, pendientes, ahora se manifiestan con la misma pasión ante el Congreso de los Diputados porque, muchos de ellos, el único alfiler que ahora tocan es el de los caracolillos de las tapas. Claman por su dinero, porque el mordisco fiscal en sus años trabajados les provoca hoy demasiada carestía.
Lo malo de volver a conducir es que ya no puedo mirar como antes, pero si tengo suerte y me toca el semáforo en rojo, observo la imagen intentando comprender cómo es posible que una pared separe algo que nos lleva una vida entera fraguar; esa especie de tranquilidad que, en el caso de los jubilados, subrepticiamente alguien les ha quitado. Sólo de imaginarlo, siento ganas de correr. Quizá por eso la gente camina tan rápido en esa calle; evitan ver que sólo una pared les separa de un lugar donde lo que era suyo, desaparece.
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