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Los callos que tiene en los nudillos de los pulgares de sus manos son el mejor reflejo de los 42 años que ha estado dedicándose ... en cuerpo y alma a aliviar el dolor. Ahora, con 65 recién cumplidos, ha decidido poner fin a sus eternas jornadas en la clínica de la calle Fernández de Isla para dedicarse, simplemente, a vivir. Después de varios años amenazando con colgar para siempre la bata –que nunca usó, más bien una toalla pequeña posada sobre el hombro–, el doctor Javier Ceballos, Cali, (Molledo, 1956) recibió el pasado lunes a su último paciente. «Llega un momento en el que te haces viejo y te das cuenta de que no has hecho otra cosa más que trabajar; que no conoces nada salvo los 100 metros que hay de tu casa a la consulta. Nunca he paseado por el centro de Santander entre semana, ni me he ido de vacaciones más de siete días. Así que aunque me cueste en el alma...», dice emocionado sin poder terminar la frase. Y es que no debe de ser fácil decir adiós a una profesión a la que le has regalado tu juventud, tu tiempo y una gran parte de tu vida.
Con 23 años comenzó a trabajar en una clínica de Torrelavega haciendo guardias; con 29 se marchó a Burdeos para estudiar la especialidad de Medicina Deportiva y a su vuelta, con 31, le contrató el Grupo Deportivo Teka. Era la época dorada del equipo de balonmano. En su plantilla había estrellas como Talant Dujshebaev, Mats Olsson o Mikhail Yakimovich. Por citar sólo algunos de los nombres que hicieron historia en Santander. Los partidos eran un espectáculo. «Viajábamos al extranjero y sabíamos que íbamos a arrasar. Era tremendo. Aquello no lo habrá nunca más. Tuve suerte de conocer a José Antonio Revilla (director deportivo), una gran persona, y aterrizar en la mejor época. Lo mismo me ocurrió con el Racing», recuerda Cali. Así le conocen muchos de sus amigos cercanos y del mundo del deporte cántabro. ¿De dónde viene el apodo? «Pues de Calimero. Me empezaron a llamar así, yo qué sé...», apunta con ese tono divertido que sacaba también en las consultas mientras hundía el dedo en la piel para alcanzar el origen de la lesión. Sus pacientes retorcidos del dolor y él: «Aguanta un poco, hombre».
De los 16 años que estuvo en el Racing cuenta cosas muy buenas, sobre todo de la fase inicial –«aquel mundo para mí era lo máximo», destaca– y de las personas que conoció, como Manuel Huerta o la familia Díaz, donde encontró a su mejor amigo, Cholo, fallecido en 2019. Pero después, como ocurre casi siempre, te vas «desencantando». «Era una vida fácil. Ibas a los entrenamientos, viajabas con el equipo, pero luego llegó el desorden al club y era todo muy liado y no quise seguir. No iba a aprender más y me marché». Confiesa que esa fue la decisión «más dura» de su carrera.
No tiene ninguna intención de darse a la placidez de la partida de mus. Además, los bares nunca fueron de su agrado, aunque cada día hiciera un alto en el camino para tomar un vino con amigos en la cafetería Picos de Europa. Eso sí, cerca de la clínica «para no perder mucho tiempo». Seguirá siendo igual de metódico: a las ocho de la mañana un paseo con su perro Bruno; a las once, partido de palas en la playa –eso no lo perdona, lo lleva haciendo desde los 18 años–, incluido el chapuzón en el mar... Y «me gustaría estar con amigos y poder charlar una tarde entera, acompañar a mi mujer cada mañana al trabajo y hacer algún viajecillo», enumera pensando en el pulso que va a echar al tiempo. También pretende visitar a sus dos hijos, Álvaro (23) y Diego (26), en Madrid. «El pequeño ya acaba Medicina y el mayor, un máster de Relaciones Internacionales», añade como haría cualquier padre orgulloso.
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Cientos de pacientes se han quedado con un enorme vacío al conocer que Cali se jubila, pero el doctor quiere lanzar un mensaje de tranquilidad porque la clínica, aunque él no esté, seguirá abierta. «Están allí los compañeros con los que he estado trabajando y a los que estoy muy agradecido. Y la consulta irá a mejor en algunos temas. Yo tenía el problema de no saber decir que no a nadie porque el dolor no puede esperar. No he hecho alta medicina, porque no sé, pero sí de asistencia, y me voy contento por lo agradecida que es la gente».
Una arritmia de la que le tuvieron que operar en dos ocasiones le obligó hace unos años a parar. Hasta que se le pasó el miedo, claro. Después volvió al tajo y a coger a todos esos amigos que le suplicaban un hueco en la agenda en la que, hasta esta semana, ha seguido anotando citas a mano. Con él no van las tecnologías.
En su despedida, Cali da la sensación de que se siente culpable por jubilarse. Como si no fuera un derecho. «Ahora estoy en lo mejor de lo peor. Quiero seguir haciendo deporte hasta que el cuerpo me lo permita. Hacerse viejo es una putada. Por eso he tomado la decisión, porque no me iba a dar cuenta hasta los 70. Yo lo que quiero es estar con mi familia y mis amigos», expresa.
Otro de sus planes es ir a leer a la biblioteca. Seguro que va caminando por el centro de Santander. Allí le pueden dar las gracias.
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