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Al fondo de la clase, Lucía levanta la mano para responder a la pregunta que acaba de lanzar su profesora. A pesar de la mascarilla, se intuye una sonrisa en su cara. Aunque desde el pasillo no se escucha, seguro que algún comentario dentro del ... aula ha despertado ese gesto en la pequeña de 8 años que continúa con el brazo en alto. Como una alumna más, ella sigue la clase sin perder detalle. Está tan concentrada en las explicaciones que no se distrae ni con la presencia de las dos técnicos sociosanitarias que la ayudan a colocar las piernas en la bicicleta. Y así, Lucía escucha la lección desde su silla de ruedas mientras unos pedales le permiten aprovechar la hora lectiva para fortalecer los músculos y avanzar en su rehabilitación. «En el colegio le han hecho también una mesa adaptada para que pueda dar la clase mientras está en la bicicleta», explica su madre, Lucía Santamaría. Ese ejercicio concreto lo hace durante, aproximadamente, una hora. Un rato antes, nada más comenzar la mañana, pasa otros sesenta minutos en un bipedestador. Un dispositivo que permite colocar a Lucía en posición vertical para prevenir complicaciones esqueléticas. «Ayuda a que tenga un crecimiento adecuado», añade la madre. Cada aparato importa y su uso es «fundamental» para que la pequeña –conocida como 'Superlu'– pueda ocupar un pupitre en el aula y compartir espacio con sus compañeros a la par que continúa con los ejercicios de movilidad, que son esenciales.
En noviembre de 2020, tras pasar más de veinte días en coma, a Lucía le diagnosticaron encefalomielitis herpética, una enfermedad que le dejó sin movilidad en la parte inferior del cuerpo, de pecho para abajo, y que le obligó a aprender a desplazarse en silla de ruedas. Y vaya si lo hizo. Además de no perder la sonrisa, siguió el curso, aprobó todas las asignaturas y en septiembre del año pasado se incorporó a su colegio, el Elena Quiroga de Santander, pero ya con los dispositivos necesarios –según los consejos que les dieron en el Hospital Nacional de Parapléjicos de Toledo– que le permiten combinar aprendizaje con rehabilitación.
En ese camino para intentar contar con los recursos y hacer un centro accesible ha jugado un papel clave la ayuda de la Consejería de Educación, que ha permitido financiarlos. Estos medios «son muy importantes», dice su madre que, además, es profesora en el centro. Lo son hoy para Lucía, pero también para el resto de alumnos que tienen necesidades educativas especiales o cualquier otra familia que mañana se encuentre en una situación similar. En eso insiste el personal docente: «Son fundamentales para atender de forma adecuada a los alumnos», resume María Méndez, la jefa de estudios. Y que los padres sepan que allí «van a estar bien cuidados». Pero no solo importan los medios materiales, también personales, y es que las técnicos sociosanitarias y demás trabajadores son «medio motor del colegio».
Cada mañana se encargan de llevar a Lucía en ascensor hasta su clase. Hacen encaje de bolillos para cuadrar el horario de manera que los días que tiene Educación Física no coincidan con las sesiones de fisioterapeuta. «Gestionan todo en beneficio de Lucía», subraya la madre, agradecida. No obstante, si bien desde el centro reconocen las ayudas en esta línea, también lanzan una petición: que las profesionales «tengan continuidad y no les hagan contratos de tan solo tres meses», añade la jefa de estudios. Ocurre que cuando el pequeño que requiere esa atención especializada se adapta a la persona –un proceso que requiere trabajo–, termina su contrato y entra otro trabajador. Cambios que no benefician a los alumnos.
En cualquier caso, compartir aula con personas con discapacidad es un paso que ayuda a la inclusión de estudiantes y que, además, permite al resto de compañeros compartir espacio y convivir con la diversidad. Como quien estudia los colores, los números o las sumas y restas, también esto les enseña a construir la inclusión. Así «aprenden a normalizar situaciones que a los adultos a veces nos chocan más», dice Méndez. Justo eso es lo que ha ocurrido en la clase de Lucía.
2021 fue un año complicado, vivieron de cerca las semanas que Lucía pasó en coma y luego su lucha diaria en el hospital de Toledo. Cada miércoles, los docentes llevaban como uniforme una camiseta negra con letras doradas –que la familia puso a la venta para recaudar dinero– en la que podía leerse una frase que les acompañó durante su paso por Valdecilla: «Cuando las cosas se pongan oscuras, será cuando más brille tu estrella». Y el último día de curso decidieron recibirles con una fiesta sorpresa. Había mucho que celebrar.
Ya en septiembre arrancaron las clases y en estos meses ella se ha adaptado a todo. Incluso los compañeros han querido ponerse en su piel. ¿Cómo lo han hecho? Gracias a un voluntario que cedió una silla de ruedas al centro para que la utilice el que quiera y así entienda la situación de la pequeña. Cada día, durante toda la mañana, uno de ellos se sienta en la silla y únicamente se levanta para ir al cuarto de baño. Durante cinco horas se enfrenta a los retos y dificultades con las que convive Lucía.
Y así la estudiante avanza, «sin perder la sonrisa», mientras se adapta a todo y, sin darse cuenta, se convierte en un «ejemplo para todos», subraya Méndez. Aunque para la familia la pelea no ha terminado. Es más, persigue un objetivo muy concreto: intentar conseguir que Valdecilla pueda disponer del robot Lokomat. Un aparato que no se encuentra en «ningún» hospital del norte de España y que es «fundamental para su circulación y sus huesos, para que crezca sana y con fuerza», explica su madre. «Una manera de tener normalidad en su cuerpo», añade.
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